domingo, 18 de enero de 2015

La evolución humana con perspectiva de género: un combate por la objetividad



El ámbito de la evolución humana constituye un campo de investigación multidisciplinar, la Paleoantropología, sumamente polémico y en constante estado de ebullición y cambio. De hecho, el mundo relacionado con nuestros orígenes ha revelado una notable complejidad y generado acalorados debates desde el mismo momento en que la teoría de la evolución fue aceptada por la comunidad científica.
Australopithecus afarensis

El tema está sujeto a múltiples desavenencias porque se trata de un aspecto del pensamiento biológico con tendencia a la subjetividad, algo que, por otro lado, hoy en día se reconoce a prácticamente todo trabajo científico. Pero además, la interpretación de los orígenes humanos se ha visto sobrecargada con un considerable sesgo de género. Aclaremos que con el término «género» hacemos referencia no sólo a las diferencias biológicas entre uno y otro sexo de la especie humana, sino también a las diferencias sociales y culturales atribuidas a las personas en función de su sexo.

Es revelador tener presente que la Paleantropololgía es una disciplina científica de reciente creación (principios del siglo XX) y, prácticamente hasta la década de 1970, la inmensa mayoría de estudiosos dedicados a la materia fueron hombres. Tal situación ha provocado que la interpretación de nuestra historia evolutiva haya estado polarizada por un notable androcentrismo, esto es, la identificación de lo masculino con lo humano en general. En este contexto, y a pesar de la gran variación de modelos explicativos propuestos a lo largo de los años, ha habido un denominador común: otorgar al sexo femenino un papel muy poco relevante en tan significativo proceso.

Hasta hace sólo unas décadas, los estudiosos consideraron a las mujeres como simples participantes pasivas en el cambio evolutivo, y se limitaron a relegarlas al papel de parir, alimentar y cuidar a sus crías. Mientras que, por el contrario, los hombres fueron descritos como responsables de muchas de las innovaciones que nos definen como humanos, por ejemplo, el surgimiento del andar bípedo, el agrandamiento del cerebro, la fabricación de herramientas, la comunicación cooperativa o la representación simbólica.

Así pues, no debe extrañarnos que las investigaciones relacionadas con nuestra evolución hayan arrastrado, y aún lo hacen, el convencional sesgo sexista que durante siglos ha impregnado al mundo académico y a los modelos que produce. En realidad, los estudios evolutivos no se han movido en el vacío, sino inmersos dentro de la misma línea que la historia cultural de Occidente. De hecho, todos arrastramos un «equipaje»: importa nuestro género, igual que importa quiénes fueron nuestros maestros, dónde estudiamos, cuándo estudiamos, cuál es nuestra religión, nuestra herencia cultural, y demás. Como ha señalado, entre otros, la bióloga estadounidense Ruth Hubbard: «No existe tal cosa: una ciencia objetiva y libre de valores».

Cabe pues afirmar que el sesgo androcéntrico que ha lastrado a los estudios sobre la evolución humana ha estado presente desde que Darwin colocó a la humanidad dentro del marco evolutivo. El reconocido y admirado padre de la teoría de la evolución, siguiendo una tradición que venía de antiguo, admitió sin reparos, al menos públicamente, la superioridad del hombre frente a la mujer como una característica indiscutible de la naturaleza. Nos parece de interés poner de manifiesto el profundo sexismo que impregnó el pensamiento darwiniano, uno de los más influyentes en la historia de la biología.
La teoría de Darwin dejó a las mujeres en la cuneta de la evolución

La revolución darwiniana, que cambió tantas cosas y barrió tantos prejuicios de las ciencias naturales, no modificó casi en nada la visión mantenida durante siglos acerca de la inferioridad «natural» de las mujeres con respecto a los hombres. El único cambio destacable en este sentido fue que las diferencias jerárquicas entre los sexos humanos, antes atribuidas al dios o dioses, se imputaron ahora a la ciencia.

Aunque muchos han culpado al naturalista inglés de la minusvaloración evolutiva del sexo femenino, numerosos expertos afirman hoy que fueron principalmente algunos de sus exaltados seguidores —«más darwinistas que Darwin»— los que defendieron a ultranza y con más énfasis tal marginación. No obstante, El origen del hombre,el libro en que Darwin dedicó más espacio a las mujeres, fue un claro reflejo del intento de su autor por convertir en «verdad científica» ese prejuicio ancestral: las mujeres «por naturaleza» son inferiores a los hombres. El científico afirmaba que muchas de las facultades típicas del sexo femenino (intuición, rápida percepción y quizás también las de imitación) «son propias y características de razas inferiores, y por lo tanto corresponden a un estado de cultura pasado y más bajo.»

En contraste con estas características femeninas, subrayaba que «el hombre desarrolló facultades mentales superiores, como la observación, la razón, la invención o imaginación» que, finalmente, lo hicieron superior a la mujer en todos los terrenos. Concluía Darwin: «en cuerpo y espíritu el hombre es más potente que la mujer.»

Para explicar la supremacía masculina el célebre británico, y la mayor parte de sus innumerables seguidores, recurrieron a las distintas funciones que cumplían los dos sexos de la especie humana. Puesto que la función natural de los hombres era mantener y proteger a las mujeres y a sus crías, debían luchar por la supervivencia en actividades peligrosas que exigían gran inteligencia. Esta obligación de cuidado y abastecimiento fue el motor que llevó a que ellos desarrollaran gran coraje, agresividad y energía.

La naturaleza, por el contrario, exigía menos a las mujeres ya que, siendo su única actividad la procreación y la crianza, su papel era puramente físico. Ellas apenas luchaban, su provisión de alimentos al grupo era secundaria, no tenían que resolver situaciones nuevas ni enfrentarse a riesgos, desafíos, etc. La reproducción y el cuidado de la prole sólo exigían cualidades maternales pasivas y domésticas. Apoyado en estos razonamientos, Darwin argumentaba que el valor de una mujer radicaba en sus órganos reproductores. Y, dado que ni el desarrollo de una criatura en el vientre, ni el parto o la producción de leche dependían de la capacidad femenina para pensar, ellas no requerían que su cerebro y sus mentes evolucionaron a una velocidad igual a la de los varones.

El razonamiento darwiniano sostenía, además, que los hombres en general habían adquirido la capacidad de pensar primero; como este rasgo resultó crucial para la supervivencia luego pasó a las mujeres, lo que permitió que ellas también evolucionasen. En otras palabras, gracias a que niñas y niños heredan los caracteres de forma equivalente, la evolución corrió pareja para ambos sexos. En este sentido, reflexionaba el naturalista: «si no fuera por la ley de igualdad en la transmisión de la herencia, la diferencia física e intelectual que nos separa de las mujeres aún sería mayor de lo que es.»

Sólo al hacer referencia a la reproducción, en el capítulo IV de El origen del hombre, Darwin atribuía a las mujeres un papel evolutivo de importancia. Según el científico, en la mayoría de las especies los miembros de un sexo, usualmente el masculino, compiten entre ellos para tener acceso al apareamiento con el otro sexo. Pero, también consideraba que las predilecciones de las hembras a la hora de aceptar compañero tenían influencia: los machos elegidos conseguían un éxito reproductor mayor en comparación con aquellos que no eran elegidos. Al respecto dejaba escrito: «En el cortejo, de los dos sexos el macho es el miembro más activo. La hembra, por otra parte, con muy raras excepciones, es menos impaciente que el macho […] ella [aunque] tímida y pasiva, en general ejerce alguna elección y acepta a un macho prefiriéndolo sobre otros […]. El que la hembra ejerce alguna elección parece una ley casi tan extensa como la vehemencia del macho.»

Es evidente que el núcleo de la tesis darwiniana contenía una contradicción: el sexo femenino lleva a cabo la elección sexual pero al mismo tiempo su actitud es de gran pasividad. Se trata de una paradoja que apenas se discutió cuando el libro salió a la luz. Más bien al contrario, se pasó por alto. De hecho, los esfuerzos se concentraron en subrayar el papel subordinado en que el gran científico había colocado a la mujer.

Finalmente, es interesante insistir que El origen del hombre(1871) generó entre la comunidad científica y en la sociedad en general, tanto en la época en que se publicó como con posterioridad, un alud de discusiones y un sinfín de réplicas. No obstante, en lo que respecta a la situación de las mujeres, salvando las últimas décadas, casi no ha habido polémicas que alcanzaran al gran público, sino una tácita aceptación mayoritaria de las tesis darwinianas. En realidad, tampoco debe extrañarnos demasiado puesto que dichas tesis apenas cambiaron las concepciones dominantes y nadie se sintió, al menos abiertamente, ofendido o sorprendido ante el contenido sexista de la obra de tan afamado autor.

En la actualidad, aunque considerablemente menos extendido que antaño, el androcentrismo todavía persiste. Y no se trata de una anomalía marginal. Como tan bien ha señalado la ensayista estadounidense Adrienne Rich: «la objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina».

De: Carolina Martinez Pulido en Mujeresconciencia

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