miércoles, 30 de diciembre de 2015

Revolución y nativos americanos



El siguiente discurso fue pronunciado por Russell Means en Julio de 1980 ante miles de personas de todo el mundo que se había dado cita en la Convención Internacional por la preservación de Black Hills, en la localidad homónima del estado de Dakota del Sur, en Estados Unidos. Es el discurso más famoso de Means.

Miembro de la tribu Lakota Oglala, muy probablemente fue la voz más destacada de Movimiento Nativo Americano, que inició su actividad en 1973 con la Ocupación de Wounded Knee, reserva india. También se involucró en el cine con papeles como el de Chingachgook en El Último Mohicano. Murió el 22 de octubre de 2012 a los 72 años.

La única fase de obertura que se me ocurre darle a un discurso como este es que detesto escribir. Este proceso personifica en sí mismo el concepto europeo de pensamiento «legítimo»; es decir, la palabra escrita disfruta de una legitimidad de la que carece la oralidad. Mi cultura, la lakota, es de tradición oral, por lo que normalmente no suelo escribir. Es una de las formas que tiene el mundo blanco de destruir las culturas ajenas a lo europeo: la imposición de lo abstracto sobre las relaciones orales de un pueblo.

Así que lo que leerán aquí no lo he escrito yo, es una transcripción de mis palabras hecha por otra persona. Permito que sea así porque parece ser que la única manera de comunicarse con el mundo blanco es a través de las hojas muertas y secas de un libro. No me importa si mis palabras consiguen llegar a los blancos o no, han demostrado a lo largo de toda su historia que están sordos y ciegos, solo pueden leer (por supuesto que hay excepciones, pero son excepciones que no hacen sino confirmar la regla). Me preocupa más el pueblo indioamericano, sus estudiantes y todos los demás, que han empezado a ser asimilados por el mundo blanco a través de sus universidades y otras instituciones. Sin embargo, esta preocupación mía no es global: puedes criarte como piel roja con mentalidad blanca, y que así sea si es consecuencia de una decisión personal, pero poco tengo que hacer ahí, es parte del proceso actual de genocidio cultural del europeo contra los pueblos indioamericanos. Mi preocupación está orientada a aquellas personas indígenas que han decidido enfrentarse a este genocidio pero no saben cuál es el siguiente paso que dar.

(Habrán notado que uso el término indio antes que nativo americano o indígena oamerindio cuando hablo de mi pueblo. Son términos que tradicionalmente han sido polémicos, sin embargo, en un punto como en el que estamos, creo que debatir sobre ellos es absurdo. Se ha puesto en solfa el término indio americano por tener origen europeo, cierto, por otra parte, pero todos los términos que he mencionado anteriormente tienen ese mismo origen; el único autóctono sería Lakota, y más concretamente Oglaga, Brule, etc. O Dineh, Miccousukee y otros cientos de nombres de tribus más apropiados.

También existe cierta confusión sobre el origen de la palabra indio. Tradicionalmente se ha considerado que Colón, cuando apareció en el Caribe, dio ese nombre a los habitantes del continente al considerar que había llegado al que buscaba, India, cosa que no es cierta, ya que en Europa se denominaba a esa región «Indostán» ya en 1492. No tienen más que echar una ojeada a mapas de aquella época. Colón llamo indios a los habitantes indígenas por el italiano in dio, “en Dios”.)

Todo persona del pueblo indioamericano tiene que luchar arduamente durante su vida para no acabar europeizado, y la energía para sostener esta lucha solo puede obtenerse de la manera tradicional, con los valores tradicionales que aún conservan nuestros ancianos. Debe provenir del aro sagrado, de los cuatro vientos, de las relaciones, no de las páginas de uno o mil libros. Un europeo nunca podrá enseñar a un lakota a vivir como un lakota o a un hopi como a un hopi. El máster en «Estudios Indígenas» o en «educación» o cualquier otro de ese campo no puede construir a una persona como ser humano y proveer de conocimiento como en las formas tradicionales, solo puede colonizar tu mente a la europea y convertirte en un extranjero.


Dejemos las cosas claras, porque parece que aún a estas alturas hay dudas al respecto: cuando hablo de europeos o personas de mente europea no estoy abogando por una falsa dicotomía. No pretendo decir, por una parte, que existen unos elementos consecuentes con miles de años de desarrollo intelectual europeo basado en el genocidio y la reacción, algo nocivo; y que por otra parte hay otro desarrollo intelectual, novedoso, y de connotaciones positivas. No, estoy hablando de las teorías marxistas y anarquistas y al izquierdismo en general. No creo que esas teorías puedan desglosarse del resto la tradición intelectual europea. En absoluto, son la misma historia de siempre.

El proceso comenzó hace mucho. Newton, por ejemplo, revolucionó la física y las llamadas ciencias naturales reduciendo el universo físico a una ecuación matemática lineal; Descartes hizo lo mismo con la cultural y Locke con la política. Por su parte, Adam Smith hizo lo propio con la economía. Cada uno de estos pensadores cogió parte de la espiritualidad de la existencia humana y la convirtieron en un código, en algo abstracto. Retomaron el proceso donde lo había dejado el Cristianismo: secularizaron la religión cristiana, como a los académicos les gusta decir, y al hacer tal cosa pusieron a punto a Europa y a su cultura para lanzarse al expansionismo. Cada pequeña revolución intelectual sirvió para llegar a la abstracción la mentalidad europea a límites insospechados, para eliminar la maravillosa complejidad y espiritualidad del universo y reducirla a una secuencia lógica: un, dos tres, ¡conteste!

Esto es lo que se califica de eficiente en términos europeos. Lo que es mecánico es perfecto, lo que funciona en el momento; es decir, lo que prueba que el modelo mecánico es el correcto, es considerado apropiado, incluso cuando es abiertamente falaz. Por eso la verdad cambia tan rápido en la mentalidad europea; las respuestas que surgen de tal proceso son meros apaños temporales que deben desecharse continuadamente en favor de otros apaños que den apoyo a modelos mecánicos y los mantengan con vida.

Hegel y Marx heredaron el pensamiento de Newton, Descartes, Locke y Smith. Hegel puso fin al proceso secularizador de la teología y, en sus propios términos, secularizó el pensamiento religioso a través del cual Europa tuvo conocimiento del universo. Más tarde, Marx explicó la filosofía hegeliana en términos de materialismo; o lo que es lo mismo, Marx desespiritualizó el trabajo de Hegel en su conjunto, también en términos del propio Marx. El potencial revolucionario de Europa se basa en esto, y los europeos podrán verlo como algo revolucionario, pero para el pueblo indioamericano no es más que el mismo conflicto europeo de siempre entre el ser y el obtener. Las raíces intelectuales de un nuevo imperialismo europeo con formas marxistas subyacen en los vínculos de Marx y sus seguidores con la tradición newtoniana y hegeliana, entre otras.


Ser implica una propuesta espiritual. Obtener es un acto material. Tradicionalmente, el pueblo indioamericano hemos hecho por ser las mejores personas posibles. Parte de nuestro proceso espiritual era y es desprendernos de cualquier riqueza, de desechar cualquier tipo de riqueza para evitar la obtención. La ganancia material es un indicador de falso estatus entre las personas que vivimos a la manera tradicional, mientras que es una prueba de la efectividad del sistema en términos europeos. Podemos discernir claramente dos posturas opuestas aquí, y el marxismo se encuentra en el extremo contrario a la indioamericana. Analicemos mayores implicaciones de esto que van más allá de un mero debate intelectual.

La tradición materialista europea de desespiritualización del universo guarda similitud con el proceso mental que nos lleva a deshumanizar a otras personas. ¿Quiénes son los expertos en deshumanizar al prójimo y por qué? Soldados que han vivido múltiples situaciones de combate son instruidos en esto antes de retornar a la batalla. Asesinos, antes de llevar a cabo sus acciones, deshumanizan a sus víctimas. Los guardias de las SS en los campos de concentración lo llevaban a cabo con los reclusos Lo hace la policía y los directivos de las multinacionales que envían a sus trabajadores a minas de uranio o acerías precarias y los políticos lo hacen con todo el mundo. Lo común de este proceso deshumanizador que llevan a cabo todos estos grupos es que hace que matar o destruir a otras personas sea correcto. Uno de los mandamientos cristianos dice «no matarás»; a humanos, al menos, así que el truco está en convertir a las víctimas en no humanas. Solo así se consigue proclamar la violación de un mandamiento como el parangón de la virtud.

En relación la desespiritualización del universo, el proceso mental consecuente actúa de tal manera que destruir el planeta es algo también virtuoso. Términos como progreso y desarrollo se usan como tapadera, a la manera de cómo otras palabras como victoria y libertad justifican carnicerías en el proceso de deshumanización. Por ejemplo, un especulador del suelo puede hablar de desarrollo de una parcela mediante la apertura de una cantera, donde aquí el desarrollo significa destrucción total y permanente con desplazamiento de terreno incluido. Sin embargo, la lógica europea obtiene unas cuantas toneladas de gravilla con la que desarrollar mucho más terreno mediante la construcción de carreteras. En última instancia todo el universo está disponible, en retórica europea, para desarrollarse en esta absurdez.

Lo más importante de esto es que es probable que los europeos carezcan de sensación de pérdida; después de todo, sus filósofos han desespiritualizado la realidad, por lo que no existe satisfacción en lo que se obtiene con la simple observación de las maravillas de la existencia de una montaña, lago o pueblo. No, la satisfacción se mide en términos de obtención de elementos materiales, de tal manera que la montaña es gravilla, el lago es refrigerante industrial y el pueblo es cercado para su procesamiento en las factorías de adoctrinamiento que en Europa gustan de llamar escuelas.

Cada porción de progreso ve y sube la apuesta en el mundo real, y si no, tomen como ejemplo el uso de combustible en la industria. Hace menos de dos siglos, casi todo el mundo usaba leña, elemento reemplazable y natural, como combustible para las necesidades humanas de cocinar y calentarse. Más tarde llegó la Revolución Industrial y el carbón pasó a ser el combustible por excelencia cuando la producción ocupó el lugar primordial en la sociedad europea. La polución se convirtió en un problema para las grandes ciudades y la tierra comenzó a desgarrarse para suministrar carbón a lugares en los que siempre se había cortado leña sin mayor coste para el entorno. Más tarde fue el turno del petróleo cuando la tecnología productiva obtuvo cierto grado de perfeccionamiento tras un número de revoluciones científicas. La polución alcanzó niveles dramáticos y nadie conoce cuál será el coste ambiental a largo plazo de la extracción de ese petróleo. Ahora vivimos una crisis energética y el uranio parecer estar llamado a ocupar el lugar de combustible principal.

Podemos tener por seguro que los capitalistas desarrollarán el uso de uranio como combustible principal únicamente hasta el punto en que les genere beneficios. Esta es su ética, y es probable que pueda comprarles algo de tiempo. Por otro lado, los marxistas solo lo desarrollarán lo más rápido posible porque es el combustible del que disponen cuya producción es la más eficiente. Esta es su otra ética, y dudo sobre cuál es mejor. Como les he dicho, el marxismo está incrustado en lo más hondo de la tradición europea. Es la misma historia.

Existe una regla general que me viene muy a mano: no se puede juzgar la naturaleza de una doctrina revolucionaria europea en base a los cambios que propone para la propia sociedad europea y sus estructuras de poder, solo se podrá juzgar en base a cómo afectará a los pueblos no europeos. Toda revolución de la historia en Europa ha tenido como consecuencia un blindaje de las clásicas tendencias y capacidades europeas de exportar destrucción a otros pueblos y culturas y al propio entorno ecológico. Les desafío a cualquiera de ustedes a señalarme un ejemplo que contradiga esto último.

Así que ahora, a nuestro pueblo, al pueblo indioamericano, se nos dice que creamos en una nueva doctrina revolucionaria europea, el marxismo, que corregirá las consecuencias negativas de la historia europea en nuestro pueblo. Las relaciones de poder europeas serán modificadas de nuevo y parece ser que por fin las cosas mejorarán para nuestras comunidades. Sin embargo, ¿qué hay de tras de todo esto en realidad?


Ahora mismo, hoy en día, aquellas personas que vivimos en la reserva Pine Ridge, vivimos en lo que la sociedad blanca ha denominado Zona de extracción. Es decir, vivimos junto a enormes vetas de uranio y la cultura blanca (no la nuestra) necesita el uranio para producir energía. La manera más barata y eficiente de extraer y gestionar este uranio para la industria es arrojar los deshechos generados durante la extracción en los mismos lugares de excavación. Aquí mismo, donde vivimos. Estos deshechos son radioactivos y harán inhabitable la región para siempre. La industria y la sociedad blanca que la originó consideran que este es un precio aceptable por el desarrollo de recursos energéticos. Junto a esto, también planean drenar la capa freática de esta región de Dakota del Sur como parte del proceso industrial, lo que doblará la inhabitabilidad de la región. Algo parecido a lo que ya ocurre en las tierras Navajo y Hopi, en Cheyenne del Norte y Cuervo, y en muchas otras partes. El treinta por ciento del carbón del Oeste y la mitad de las vetas de uranio de los Estados Unidos han sido localizados bajo reservas, algo que nos afecta con la mayor importancia.

Nuestra resistencia está ahora en evitar ser denominados Zona de Extracción y que nos convirtamos en población de una Zona de Extracción. Los costes del proceso industrial no son aceptables para nuestro pueblo. Para nuestro pueblo, extraer uranio y drenar la capa freática es genocidio, ni más, ni menos.

Bien, entonces supongan que en nuestra resistencia a la exterminación buscamos aliados (que tenemos), supongan que adoptamos los preceptos del marxismo revolucionario: nada menos que el derrocamiento del orden capitalista europeo que amenaza nuestra propia existencia. Una alianza aparentemente natural para el pueblo indioamericano. Al fin y al cabo, como dicen los marxistas, son los capitalistas los que nos calificaron de zona de extracción. Hasta aquí, ninguna pega.

Sin embargo, como ya les he contado, la verdad es engañosa. El marxismo revolucionario está estrechamente vinculado a la perpetuación y perfeccionamiento del proceso industrial que busca nuestra destrucción, la única diferencia estriba en su propuesta de redistribución de los resultados (el dinero, probablemente) de esta industrialización entre un sector más amplio de la población. Su propuesta es arrebatarles la riqueza a los capitalistas y repartirla, pero para alcanzar esto, el marxismo debe preservar el sistema industrial. Una vez más las relaciones de poder de la sociedad europea deben modificarse, sin embargo, sus consecuencias sobre el pueblo indioamericano aquí y no europeo en general no se verán alteradas. Algo similar a lo que ocurrió durante las llamadas revoluciones burguesas, la redistribución de riqueza desde la propiedad eclesiástica hacia manos privadas. La sociedad europea cambió ligeramente, superficialmente al menos, pero su actitud ante las sociedades no europeas no cambió un ápice. ¿O qué efectos creen que tuvo la Revolución Americana de 1776 sobre la población india? La misma historia.


El marxismo revolucionario, como la sociedad industrial en otras facetas, buscaracionalizar a las personas en su relación con la industria (máxima industria, máxima producción). Es una doctrina que entra en conflicto con la tradición espiritual indioamericana, nuestra cultura y modo de vida. El propio Marx nos denominóprecapitalistas y primitivos. Precapitalista significa, según él, que en algún momento descubriremos el capitalismo y nos volveremos capitalistas, porque en términos marxistas siempre hemos estado económicamente retrasados. La única manera por la cual los pueblos indioamericanos podríamos vernos envueltos en una revolución marxista sería, por este orden: adoptar un sistema industrial y convertirnos en trabajadores industriales o proletarios, en términos marxistas. El hombre dejó bastante claro que la revolución solo podría llevarse a cabo mediante la lucha proletaria y que la existencia de una sociedad mayoritariamente industrial es condición sine qua non para que pueda surgir la sociedad marxista.

Creo que existe un problema lingüístico aquí. Cristianos, capitalistas y marxistas, todos ellos se han considerado revolucionarios en sus pensamientos, pero ninguno de ellos lo han sido realmente. Continuistas, eso es lo que han sido; hacen lo que la situación precisa para que la cultura europea siga existiendo y desarrollándose acorde a sus necesidades.

En definitiva, para que podamos unir nuestras fuerzas al marxismo, los pueblos indioamericanos debemos aceptar que nuestro hogar sea zona de extracción, cometer suicidio cultural, industrializarnos y europeizarnos.

Continuará…

lunes, 28 de diciembre de 2015

Anarquía a pie de calle


Dos anarquismos

“El anarquismo no es una fábula romántica, sino un duro despertar […]” (Edward Abbey, A Voice Crying in the Wilderness [Vox Clamantis en Deserto], 1990).

Periódicamente las dicotomías entre “anarquismos” se suceden. A finales del siglo XIX era entre colectivistas y comunistas, organizadores y anti organizadores, individualistas y sindicalistas, sindicalistas puros y anarcosindicalistas, etc. Actualmente esta reyerta teórica, que parece desarrollarse de forma cíclica, se ha establecido entre insurreccionalismo y anarquismo social.

En tiempos decimonónicos algunos anarquistas quisieron desatar el nudo gordiano hablando de “anarquismo sin adjetivos”, y ya avanzando el siglo XX de “síntesis”. Hoy día apremia evolucionar.

Las disputas, si no se enconan y enquistan, son positivas; el debate teórico es sano; lo que es insalubre y suicida es que el debate sustituya a la militancia. Ciertos anarquistas no tienen más problemas militantes que el propio anarquismo: o vigilar sus esencias o ponerlo al día, pero la disputa sigue fijándose en un marco erróneo, igual que en el XIX.

Sí, la disputa entre colectivistas y comunistas nos ayudó a vislumbrar cómo una parte del anarquismo de la época seguía ligado a cierta concepción de propiedad privada y salario y cómo otra quería transcender de eso y ser generosa; también cómo una parte trataba de ser realista y práctica y cómo otra podía pecar de optimismo exacerbado. Era una cuestión de fondo que dibujaba maneras y actitudes. Pero también era una disputa por algo que aún no se había producido: una revolución social que pusiera la economía en manos de los trabajadores. El debate quizás pudo ayudar a perfilar mejor lo que sucedería en situaciones revolucionarias como la del 36, pero el debate por el debate, sin transcender del plano teórico, puede dibujar el mejor de los futuros, pero no deja de ser una especulación, un discurrir sobre la nada, cuando falta crearlo todo. Puede también que el debate sobre las distintas concepciones sindicalistas tuviera una dimensión más práctica, pero seguía basándose en una premisa errónea: transformar la praxis ajena. Sólo nos es dado cambiar nuestra propia actividad; si algo no te gusta trabaja en sentido contrario y que la práctica demuestre si andas errado o acertado. En consecuencia, el debate no debe fijarse más –no desde luego prioritariamente– en el terreno ideológico; la validez de una idea debe medirse en el terreno práctico, en el terreno de los hechos.

No se puede discutir cual o tal teoría es mejor sobre el papel, cuál satisfará mejor nuestras necesidades sin transcender de la hipótesis; debe comprobarse empíricamente y que los resultados hablen. ¿Pero qué requiere esto? Trabajo de campo, duro trabajo de campo. Y es eso, y no otra cosa, lo que divide a los anarquismos en liza. Basta ya de supuestas divergencias en base a acuerdos, congresos, pensadores y modelos imaginarios.

Desde mi punto de vista sólo hay dos anarquismos: el contemplativo y el combativo. Ya pueden recibir el nombre de insurreccionalismo o anarquismo social, cualquiera de los dos puede representar a alguna de las dos tendencias en algún momento.

El anarquismo contemplativo vive a través de vidas ajenas, su terreno es el debate centrípeto. Se sienta a analizar y a discursar, a anatemizar enzarzado en eternas luchas internas. Su campo es el de la teoría y el quietismo, sea de comité, de asamblea, de manifestación, de red social o de quema de contenedor (un teórico del molotov no es menos contemplativo que un teórico de despacho). El inmovilismo como modus vivendi; la pontificación como modus operandi. Charlas y difusión de ideas es su terreno natural, el ambiente donde se siente cómodo; incapaz de transcender de ese hábitat y saborear los adoquines o el bancal. El propio anarquismo en su campo de batalla, su objeto de disección, el sujeto de su militancia. El anarquismo contemplativo es la etapa infantil e inmadura de la ideología anarquista; por muy seria, respetable y vetusta que parezca.

El anarquismo combativo, el que defendemos y practicamos desde la FAGC, es el anarquismo que se faja, el que está a pie de calle, el que lucha. Sea tensionando en una manifestación para evitar que la gente quede impasible ante una carga policial, sea forzando las circunstancias para que un conflicto laboral no acabe en armisticio. Es el anarquismo que se moja, el que se arremanga y se mancha las manos. El que lucha en la fábrica, en la asamblea de barrio, en la calle. Gamonal y Can Vies son ejemplos de esto, la Comunidad “La Esperanza” también. Es el que ha sobrepasado los límites de las tertulias y la militancia oral. Ya no cree que verbalizando algo se consiga cambiarlo. Su actividad es centrífuga, no va dirigida a complacer a los “iniciados”, a convencer a los “convencidos”; el circuito de los compañeros se le queda estrecho. El discurso de consumo interno se le antoja cacofonía. No milita para los anarquistas; milita para llevar la anarquía al suelo, para llevar la anarquía al pueblo. Diseña sus tácticas y su estrategia, su hoja de ruta, definiendo bien qué quiere y cuándo lo dará por conseguido, para poder avanzar a la siguiente etapa. Su hábitat es el barrio, la chabola, el parque, el tajo, el terreno abandonado, la casa expropiada. Es el anarquismo entendido como ideología adulta, por osada y audaz que sea su actitud, por nuevos que parezcan sus planteamientos.

En mi experiencia en estos últimos cuatro años en la FAGC, y especialmente en los dos últimos en la Comunidad “La Esperanza”, he llegado a concebir el anarquismo en esos términos, como una ideología adulta. El idealismo es necesario, pero no basado en irrealidades ni quimeras, sino en la capacidad real de aplicar las ideas pertinentes para transformar el entorno. Hay que descifrar los límites de los propios mitos, sean ideológicos, teóricos o de cualquier clase; descubrir la falsabilidad de los pensadores de referencia y tratar de aplicar las propias ideas teniendo en cuenta que por muchos antecedentes que tenga lo que te propones, y por más jugo que le saques a experiencias pasadas (la historia debe entenderse como pista, no como remanencia), la realidad es que esta experiencia, esta concreta, nadie la ha intentado antes; sólo tú y los que te acompañan. El discurso exclusivamente autorreferencial se diluye y queda la dura realidad. Es dura, pero es tuya.

Esta realidad lo es porque se asienta en algo tangible. En los siglos XIX-XX existía un anarquismo de fábrica, y esa fue su gran fuerza. Existió también en ese periodo fini/primisecular un anarquismo cultural que dotó de soporte teórico y literario la obra muscular. Nosotros proponemos un anarquismo de calle, un anarquismo callejero, de barrio, de exclusión social. El obrero salido del siglo XX y que despierta al siglo XXI se da cuenta, después de haber sobrevivido a la coartada capitalista de la crisis, que de obrero cualificado que fabricaba casas para otros ha pasado a ser un sin techo. Personas abocadas a la marginalidad porque sin apenas transición han sufrido un cambio: obreros ayer; indigentes hoy. Algunos no han mutado; de forma endémica han nacido condicionados socialmente para ser carne de asfalto. El discurso anarquista les complace en su utilidad: les es natural la hostilidad a la policía y el rechazo a la sacralidad de la propiedad privada; les es imprescindible sobrevivir a través de ciertas formas de apoyo mutuo, por lo menos en determinados estadios. Si este discurso se convierte en la práctica en un modelo eficiente de necesidades básicas plenamente satisfechas entonces la anarquía funciona, es útil para ellos, y con eso, sin necesitad de hacerse anarquistas, les basta.

No hace falta que se nos encuadre en el insurrecionalismo por nuestra radicalidad o el anarquismo social por nuestra labor. Somos anarquismo de combate y las etiquetas de ese tipo se nos quedan estrechas. Hemos recibido un baño de realismo y hemos descubierto que la anarquía llevada a la práctica funciona, que puede gestionarse una micro sociedad de 250 personas de manera eficaz siguiendo ese modelo. Pero también sabemos que ayudar a alguien no cambia necesariamente su mentalidad, y esto ya lo expondré en un futuro artículo.

Lo que importa ahora es saber que un anarquismo de barrio, sumergido en la marginación social, trabajando en el ghetto, es imprescindible; un anarquismo implicado en los problemas reales de la gente. Es imprescindible no porque suponga por sí mismo la “conversión de la gente”, sino porque es la mejor, si no la única, forma de llegar a ella. Para llegar a la gente no queda otra que tocar sus intereses y necesidades.

Pero si para esto no funciona la provocación vacua, que al menos remueve el avispero, menos funciona el discurso de reformar instituciones. En un momento en el que la gente está más desapegada de la política que nunca, nuestra misión es forzar la ruptura, no invitar a la conciliación con nuevas maneras dentro de las mismas estructuras. La situación es proclive para relanzar la organización popular desde abajo, para movilizar a la gente (movilizarnos con la gente) en base a sus necesidades y exigencias primarias, para estructurar el subsuelo, para dotar de cuerpo y músculo a los que no tienen (tenemos) nada. Enredarlos en promesas electorales, en aspiraciones de políticas locales, en la creación de instituciones, es un suicidio: primero, porque nunca se han sentido tan distantes de ellas; segundo, porque por fin son capaces de hacer otras cosas. A un enemigo herido que tiene que reestructurarse a toda prisa no se le refuerza, se le remata. Las instituciones deben ser vistas como el adversario al que se le arrebatan cosas por la fuerza, a través de la presión y el desgaste; el contrincante al que se mina hasta que se le pierda el temor y el respeto. No como el arma que es buena o mala en función de quién tenga la empuñadura. Más allá del maquiavelismo y el oportunismo de la hipótesis, tengo una cosa clara: también los ratones antes de ser devorados imaginan estar jugando con el gato. Eso es jugar a la política: creer que le estás dando cuartelillo al que está apunto de fagocitarte.

Yo no juego a juegos donde las reglas las imponen otros. Y hay un anarquismo que tampoco. Ese anarquismo sabe dónde está su lugar natural para incidir en la vida social, se aleja de las peleas de capilla y se une a las aspiraciones del pueblo para punzarlas, hostigarlas, y ver si pueden ir más lejos. Este anarquismo no se establece en unos parámetros de superioridad moral (y lamento si mi retórica lo da a entender, pero no es mi intención repartir sopas con hondas), no lo propongo porque sea “la última palabra” en revolución social; lo planteo por una simple cuestión de supervivencia. O nos abocamos a la endogamia de “la anarquía para los anarquistas” (cuando la anarquía debe ser para la gente de a pie) o nos dejamos matar metiéndonos en estructuras de poder que nos comerán y excretaran antes de darnos cuenta. Hasta ahora esas parecían ser las únicas opciones: o cerrarse en banda o entregarse con armas y municiones. No puede ni debe ser así, nuestra supervivencia y la de nuestro mensaje está en el combate, está en la calle, está en las necesidades más instintivas del pueblo. Es necesario detectar qué necesita, ver si nuestra praxis puede proporcionárselo, adaptar nuestras herramientas al momento, elaborar un programa que dé soporte teórico a nuestras conquistas y, una vez alumbrado el camino, compartir dichas herramientas y colectivizarlas (sabiendo cuándo hacerse a un lado).

No me importan las caricaturas; lo de “anarquismo barriobajero” o “anarco-lumpen” no es la primera vez que lo oigo. Me importan los resultados. El anarquismo callejero ha proporcionado la mejor carta de presentación de nuestra práctica en años. La mayor ocupación de inmuebles del Estado español no la ha conseguido un partido, una coalición electoral ni una organización pro-sistema; la ha iniciado una organización anarquista a través de herramientas anarquistas y haciendo funcionar un modelo anarquista sin necesidad de que los implicados lo fueran. Ese anarquismo de barrio ha dado 71 viviendas a 71 familias que equivalen a más de 250 personas. No habla la teoría; hablan los números, hablan los hechos, habla la tozuda realidad.


¿Lucha social?

“Mañana para los jóvenes estallarán como bombas los poetas; mañana las caminatas por el lago, las semanas de perfecta comunión; mañana los paseos en bicicleta en las tardes de verano. Pero hoy la lucha” (W.H. Auden, España, 1937).

Vaya por delante que quien les habla de lucha social se tiene por individualista. Soy individualista porque soy celoso de mi independencia y criterio personal, pero también por razones pragmáticas. Para implicarse en la lucha social es imprescindible conservar grandes dosis de individualismo: para no corromperse, para no dejarse arrastrar por impulsos gregarios y apetitos mayoritarios, para saber por qué haces lo que haces.

Pero me repugna el aristocratismo; soy individualista porque quiero, para todos y cada uno, una personalidad única y fuerte, y que cada uno desarrolle su “yo” sin límites ni cortapisas ambientales. Pero, ¿cómo domar el ambiente para que sean los individuos los que le den forma a este y no este el que de forma a los individuos? Implicándose en la lucha social, no hay otra.

Nuestro desprecio por la sociedad actual puede llevarnos a la resignación. Tanto a un nihilismo satisfecho (“nada se puede cambiar y es mejor vegetar y vomitar esporádicamente a través de las redes sociales o un artículo bien escrito”) como a la actitud del náufrago (“aunque no queramos este es nuestro hábitat, adaptémonos y salvemos los pocos muebles que llegan a la orilla”). Pedir que todo arda sin mover un dedo o enzarzarse en pedir reformas electorales o iniciativas legislativas populares son muestras de ambas actitudes. Resignación más o menos activa, pero renuncia al fin.

Resignarse es rendirse, y eso es morirse por dentro. Hay que implicarse en la lucha social porque sólo así conseguiremos cambiar algo, aunque sólo sea una parte de la porción de mundo que nos ha tocado en suerte. Pero hay que implicarse con grandes dosis de realismo; tanto realismo que duele a veces.

Hay que saber antes que nada que puedes implicarte, tener éxito, conseguir cambiar la vida de la gente, sin que en nada hayan cambiado sus mentes. Una persona mezquina hambrienta no es diferente de una persona mezquina satisfecha salvo en su capacidad material para hacer daño. Tendrá más o menos posibilidades, distintas prioridades, pero en lo sustancial es igual. Idealizar a las “clases sociales” (categoría que si no se limita a fijar la línea entre oprimidos y opresores sirve de poco) es absurdo. Ni el obrero es el personaje de los carteles soviéticos ni la obrera es la de los carteles americanos de la II Guerra Mundial. Los excluidos y los marginados, los “sin-clase”, entre los que me encuentro por nacimiento y vocación, no responden tampoco a una visión romántica prefijada de nómadas y espíritus libres. Somos seres de carne y hueso que no pueden ser observados desde fuera, sino vividos desde dentro.

Poner defectos o cualidades donde no los hay de forma ingénita es una fuente de injusticias o expectativas frustradas. Los que trabajamos por la revolución tenemos que tener una cosa clara: ésta no se hará con superhombres nietzscheanos; se hará con personas con prejuicios, cargadas de tabúes, lastradas por ideas machistas, racistas y xenófobas. Ese es el material humano de las revoluciones porque la gente no cambia de un día para otro por mucho que se intenten cambiar los acontecimientos. El entusiasmo inicial tamiza esas actitudes, pero sin una pedagogía previa no podemos pretender que las personas tiren su equipaje mental de forma instantánea.

¿Seguro que cambiando las condiciones materiales no conseguimos cambiar las condiciones mentales? No necesariamente. Kropotkin es uno de mis pensadores de referencia, y después de haberlo estudiado y tratar de llevar a la práctica algunas de sus propuestas –las que me parecían más urgentemente realistas– puedo confirmar que al menos en algunos presupuestos de La Conquista del Pan (1892) se equivocaba. O más bien, para ser justos con Kropotkin, el error no consiste en la tesis principal de esta obra (capital, por otro lado), según la cual la primera cuestión a solucionar de la revolución es la del pan; los que nos equivocamos somos nosotros si creemos que por ser la primera debe ser la única. La primera misión del fenómeno revolucionario debe ser, ciertamente, saciar las necesidades básicas, pero seremos muy ingenuos si creemos que este sólo hecho derrumburá toda forma de jerarquía. Si como ya nos recordaba Tolstói no se le puede hablar de cosas no comestibles a alguien con el estómago vacío1, tampoco podemos esperar que llenando ese estómago obtengamos un cambio conductual en esa persona. Podemos dar abrigo, techo y pan como nos recomienda Kropotkin, pero si las estructuras mentales capitalistas no se han tambaleado, las mejoras de las condiciones materiales no habrán modificado en los sustancial la naturaleza ni las aspiraciones de los afectados. Podemos crear una sociedad de necesidades satisfechas e igualitarismo económico que no por ello, si no se hace un trabajo de fondo, quedará erradicado el poder y la sumisión. Kropotkin decía que si la gente tenía los medios de producción ya no necesitaría arrastrarse ante un Rothschild; no se arrastraran por pan, pero pueden someterse igualmente por el influjo de la fuerza bruta, el miedo o el engaño. La igualdad económica no erradica el autoritarismo ni los vicios jerárquicos, ni borra de un plumazo los tics capitalistas.

Esto puede comprobarse con el ejemplo de las comunas y comunidades de resistencia. Una microsociedad que se organice con un modelo anarquista, y en la que este modelo se demuestre eficiente y eficaz, puede ser una muestra de que la anarquía funciona “demasiado bien”, porque consigue mejorar las condiciones de vida de los afectados, saciar sus necesidades, pero con muy poco esfuerzo por parte de estos. No se puede crear una oasis de anarquía rodeado de un desierto de capitalismo, porque tarde o temprano la arena te entra por la puerta2.

La mayoría de comunidades libertarias de finales del siglo XIX y principio del XX, y aún las comunas hippies de la segunda mitad del pasado siglo, fracasaban por una cuestión muy clara: se constituían en comunidades cerradas, aisladas, sin ser conscientes de que la gente no deja su “vieja mentalidad” en la entrada. Esto ya lo explicaba Reclús en su texto Las Colonias Anarquistas (1902). La sociedad no tiene vida propia ajena a la de sus miembros, sin embargo la existencia de cierta psicología colectiva, de grupo, la hace comportarse como un organismo vivo. Como tal, muere si permanece encerrado y sin aire, y vive cuando se ventila, cuando respira y se nutre del exterior.

Esas cualidades centrífugas y centrípetas de las que que hablaba en el artículo anterior, no son sólo aplicables a distintos tipos de anarquismo, sino también de comunidad y de militancia. En mi experiencia comunitaria he podido comprobar que los periodos de aislamiento y endogamia forzada mueven a la depresión y la desmovilización, pero cuando se interactúa con el entorno en el que se está inserto y se reciben estímulos del exterior el organismo que es la comunidad se renueva y se revitaliza. Lo mismo pasa con la militancia. La actividad centrada en el propio grupo, en el propio movimiento, que no se abre y se expande ni quiere relacionarse con el exterior, es inútil y tiende a la esclerosis. Es imprescindible moverse hacía afuera, irradiar. La sangre que no circula se tromba y produce gangrena; el movimiento es la base de la vida, la base del cambio.

Pero se me preguntará: ¿por qué enredarse en la lucha social si el cambio material no tiene las repercusiones inmediatas que se pretende? Y en caso de que fuera deseable, ¿qué estrategia seguir?

La gran aspiración anarquista revolucionaria, y la de mayoría de movimientos sociales, es llegar a la gente. Puede que a través de la lucha social, de ayudarles y promover vías de autogestión, su mentalidad no cambie, pero es esa la única forma real de llegar a ellos, de entablar contacto. Entiendo las buenas intenciones, pero a una familia que busca alimentos en la basura, que está discriminando entre lo podrido y lo descompuesto, no se le puede hablar de las virtudes del veganismo o de los malos efectos de los transgénicos; suena a insulto, a broma macabra. Esas cosas, que realmente son una muestra de consciencia, interesan cuando uno tiene sus necesidades básicas satisfechas y un estatus estable; al desnutrido lo que le interesa es no morirse de hambre. Cuando se hablan de cosas ajenas a la realidad inmediata de la gente y tratamos de arrastrarlos a nuestro terreno, en vez de evaluar que tiene nuestra forma de concebir el mundo que ofrecerles a ellos, estamos estableciendo una línea entre la gente sin ideología y el anarquista que, mentalmente, no dista mucho de la que hay entre el desposeído y el propietario: intereses distintos cuando no contrapuestos.

Hay que analizar qué interés legítimo y coincidente con nuestras ideas y praxis tiene la gente y tratar de meterle mano. La FAGC se dio cuenta en 2011 de la alarmante necesidad de vivienda que había en la Isla de Gran Canaria: entre 25 y 30 desahucios diarios con 143.000 casas vacías en el archipiélago. La gente necesitaba techo; pues eso había que ofrecerles, porque nuestras herramientas son ideales para ello y porque históricamente, desde la Comuna de París al Movimiento Okupa, ha sido parte de nuestro acerbo.

Ya he dicho que con la política del pan, siendo lo prioritario, no basta. Hay que usar grandes dosis de pedagogía (alejándose radicalmente del adoctrinamiento y el proselitismo), socializar herramientas formativas, fortalecer la independencia de la gente y crear círculos de compromiso dispuestos a no perder las conquistas conseguidas. Sí, el pan no lo es todo; pero es la única forma de que esa entelequia informe e indefinible a la que llamamos “pueblo” te tenga en cuenta y te distinga de los vendedores de humo. Sí, la propaganda por el hecho tiene sus límites, y mostrar el camino correcto y recorrerlo no es suficiente para que otros lo hagan; pero es la forma más honesta y coherente de difundir una idea y de intentar que la gente la adopte. La vía vivencial, de hacer lo que se predica, es lo único que te legitima a poner una propuesta encima de la mesa. Si no lo has vivido antes no me lo vendas. Darle a las necesidades básicas la prioridad que les corresponde, y no ofrecerle poesía, liturgia o escolástica al que necesita proteínas es la única forma de empezar a hablar en serio, la única forma de no demostrarse enajenado de la realidad.

Ciertamente los pruritos capitalistas y los raptos de burguesismo pueden permanecer en la mente del que gracias a tu ayuda ha dejado de ser un paria. Alejado de la miseria quizás se incremente más esa mentalidad consumista. Pero si se ha conseguido cambiar su situación vital a través de procedimientos libertarios, con tácticas de acción directa al margen de la legalidad, aunque esto no altere la psique del afectado, la realidad es que el hecho, el ejemplo, queda y subsiste, y es lo que sirve de referente para demostrar que si el material humano falla, las ideas y las prácticas no. De todas maneras, basta con que en uno de cada diez individuos germine la semilla de tu ejemplo de apoyo mutuo o autogestión para que la lucha social iniciada haya valido la pena.

Wilde nos hablaba en su El Alma del Hombre bajo el Socialismo (1890) de lo aburridos que eran los “pobres virtuosos”. Exigir que los pobres sean virtuosos, además de pobres, no es una cuestión de “aburrimiento”, si no de brutal e injusta insensibilidad. En la lucha social podrás descubrir personas que llevan años sin socializarse con nadie, que han sido excluidas de las más mínimas comodidades, que llevan décadas viviendo en estado de guerra permanente, que sienten que cuánto les rodea es hostil. Lo raro no es que desconfíen o incluso traten de aprovecharse de quien le tienda una mano; lo raro es que no se le tiren a la yugular. En vez de eso, muchas personas que han sido tratados como fieras peligrosas desde la infancia, constantemente hostigadas por su entorno, se embeben de una solidaridad dada a cambio de nada, salvo de compromiso, y de una forma de actuar que no acepta liderazgos ni servilismos. Se embeben tanto que la reproducen. Aprenden a ayudar a los demás, abren casas para familias sin hogar tal y como se les abrió a ellos; llegan a darse cuenta de que el siguiente paso está en defenderse por sí mismos, en la autonomía; la ilegalidad a la que antes recurrían por necesidad ahora tiene una finalidad más profunda. Puede que empiecen a interesarse por las ideas que les han llevado hasta ahí y empiecen a hablar de anarquismo; y si no, al menos ya no desconocen ese término ni lo temen. Se produce en ellos un cambio de paradigma.

Sin embargo, deberíamos de tener una cosa muy clara: el modelo anarquista que proponemos no necesita convertir a la gente en anarquistas para funcionar; sería aberrante. El anarquismo destinado a los anarquistas es chovinismo. El anarquismo es útil cuando se dirige a los que no son ni serán anarquistas. Es ahí cuando se demuestra que un proyecto y un modelo funcionan.

Nuestro objetivo es llegar a los que nada tienen, no para hacerlos anarquistas conscientes, sino porque sólo ellos, los que más sufren y padecen, tienen motivos objetivos para querer cambiar de vida y la razón para romper convulsamente con todo. El mensaje anarquista de libertad y autonomía acoge a toda la humanidad; el de tres comidas diarias y un techo sobre la cabeza sólo puede ir destinado a los que carecen de ello. La anarquía para los satisfechos, para los aburridos intelectualmente, es un artefacto inútil. Los principios libertarios son asumibles por todos, pueden cambiar la vida interior de quién los asuma, sin importar su ascendencia; pero su programa económico y social va dirigido a cambiar la vida de los que hoy comen barro. Por eso es imprescindible intervenir en esa lucha; no hay otra forma de cambiar lo que nos rodea.

¿Cómo hacerlo? Desde dentro, sin partenalismos ni dirigismos. La táctica del “paracaidista” que salta sobre un conflicto, venido de quién sabe dónde, para arrojar luz, es la táctica del fracaso. Sólo cuando se te ha visto mancharte, sudar y sangrar estás legitimado para intervenir, y ni siquiera eso vence todos los recelos. Se debe crear un proyecto en el que las diferencias entre los anarquistas que lo inician y las personas generalmente no ideologizadas que lo vayan integrando se difuminen, sin rangos, ni vanguardismos ni primacías.

Participando en las inquietudes reales del pueblo, en las que se han generado en ellos, y no en la que nosotros queremos introducirles desde fuera. Una vez hemos tomado parte de sus intereses, de su lucha, de su reivindicación, nuestra misión como anarquistas es tratar de llevarlos un poco más lejos, un pasito más allá. Malatesta lo entendió con lucidez:

“Hagamos comprender a todos aquellos que mueren de hambre y de frío, que todas las mercancías que llenan los almacenes les pertenecen a ellos, porque ellos fueron los únicos constructores, e incitémosles y ayudémosles para que las tomen. Cuando suceda alguna rebelión espontánea, como varias veces ha acontecido, corramos a mezclarnos y busquemos de hacer consistente el movimiento exponiéndonos a los peligros y luchando juntos con el pueblo. Luego, en la práctica, surgen las ideas, se presentan las ocasiones. Organicemos, por ejemplo, un movimiento para no pagar los alquileres; persuadamos a los trabajadores del campo de que se lleven las cosechas para sus casas, y si podemos, ayudémoslos a llevárselas y a luchar contra dueños y guardias que no quieran permitirlo. Organicemos movimientos para obligar a los municipios a que hagan aquellas cosas grandes o chicas que el pueblo desee urgentemente, como, por ejemplo, quitar los impuestos que gravan todos los artículos de primera necesidad. Quedémonos siempre en medio de la masa popular y acostumbrémosla a tomarse aquellas libertades que con las buenas formas legales nunca le serían concedidas. En resumen: cada cual haga lo que pueda según el lugar y el ambiente en que se encuentra, tomando como punto de partida los deseos prácticos del pueblo, y excitándole siempre nuevos deseos”3.

Lo que intentó la FAGC con el Grupo de Respuesta Inmediata contra los desahucios y la Asamblea de Inquilinos y Desahuciados fue intervenir en una aspiración real de la población (la vivienda) y lejos de las propuestas moderadas y legalistas de las plataformas y colectivos locales, llevar la lucha por el derecho al techo a otros presupuestos, más profundos y más radicales. Esa es la primera etapa de nuestra lucha. Parando desahucios de forma combativa y realojando familias sin techo en casas unifamiliares expropiadas a los bancos, iniciamos el contacto con la gente y demostramos que se podía actuar de otro modo, más comprometido y más eficiente.

Inmersos en las aspiraciones habitacionales populares iniciamos la etapa de la Comunidad “La Esperanza”, porque hacía falta una demostración de fuerza, un proyecto lo suficientemente grande y llamativo cómo para que no pudiera ser ocultado a la opinión pública por mucho que se quisiera. Ante el victimismo de que hagamos lo que hagamos se nos silencia, hemos intentado mostrar que a despecho de las manipulaciones y tergiversaciones mediáticas, si se hace algo de gran magnitud es imposible que pueda quedar solapado y barrerse bajo la alfombra (a esto obviamente hay que sumarle una gran capacidad de trabajo y saber diseñar una buena “guerra de tinta”). Llega después una tercera etapa que ya explicaré en el último artículo de esta serie.

Lo hecho en esta segunda etapa tiene su importancia y significado, no sólo evidentemente por su dimensión social, por dar techo a un número tan ingente de adultos y menores, sino también en otros aspectos. En nuestro movimiento parece que ciertos think tank se disputan una ridícula hegemonía. Invalidan lo que dice su competidor con palabras, siempre con palabras. Si una propuesta se les antoja muy radical o muy reformista no tratan de contraponerle un ejemplo práctico que la desbarate; le contraponen otra idea. Cuando se criticaba por ejemplo la ILP de la PAH por inservible y legalista, la crítica podía ser muy certera (de hecho lo es), pero si no se le contrapone otra alternativa a la gente no le quedará más remedio que aferrarse a la única alternativa que hay puesta sobe la mesa. Nosotros criticábamos la ILP y como aval a nuestra crítica dimos vida, por ejemplo, a “La Esperanza”. Lo que hace falta es un action tank, grupos de acción que realicen actos que secunden nuestras teorías, un respaldo activista con resultados reales y cuantificables. Eso es lo que válida tu propuesta; lo demás es retórica, verborrea y papel, y eso tiene el mismo peso que un puñetazo sobre la mesa de un bar.

Empero, hay que ser realistas: si la línea vivencial debe quedar borrada entre los anarquistas y los realojados (pues esta es la única manera no sólo de evitar vanguardismos sino de propiciar la autoemancipación y sumar a los afectados a la lucha por su propia causa), hemos de saber detectar las diferencias y semejanzas de nuestras aspiraciones; ahí se hallan lo límites de la lucha social. Personalmente, como anarquista, y en relación a la Comunidad “La Esperanza”, podría preferir una ocupación sine die, un desafío constante al Estado y las entidades financieras, sobreviviendo en situación constante de emergencia. Pero precisamente, como anarquista, no me gusta disparar con pólvora ajena. No puedo lanzar a la gente, cargados de hijos menores, a luchar con molinos de viento espoleados por mis ideas. Debo conocer y comprender cuales son sus aspiraciones reales y hasta dónde están dispuestos a llegar y si ya han llegado lo más lejos que les era posible no tratar de forzarles a iniciar formas de lucha que aún no han nacido en ellos. La necesidad crea al órgano, y esas formas se darán de forma natural cuando sea el momento. Hay que entender que si para mí la ilegalidad es una opción y un recurso a defender, para ellos es una obligación nacida de la necesidad. Después de la guerra la gente quiere paz y eso no es criticable. En base a eso redacto documentos legales que me repugnan porque la comunidad de la que formo parte los necesita y confía en mi capacidad para darles cuerpo. “La Esperanza” ha decidido regularizar su situación, lanzar un órdago: si sale mal seguirá al margen de la legalidad y no abandonará las viviendas; si sale bien habrá conseguido vencer en su desafío al Sistema y haberle arrancado sus demandas.

¿Conseguir esas exigencias será el final de todo? Como Comunidad puede que sí, pero a nivel de estrategia global de la FAGC evidentemente no. Conseguir esta victoria sería un ejemplo de lo que se puede lograr mediante la ocupación, sometiendo a los bancos y los poderes públicos a una política de hechos consumados. Debe y puede reproducirse en más sitios. Pero si a esta estrategia no se le da una vuelta de tuerca final su resultado práctico, de tener éxito y propagarse de forma viral, será llenar el Estado de viviendas de protección oficial y aumentar el parque de vivienda pública, y ese no es nuestro objetivo. Nuestro objetivo es darle techo a las familias, pero cambiando completamente el paradigma social.

Cuando se interviene por ejemplo en la lucha sindical y se intenta una mejora en los horarios o en los salarios, lo que conseguimos, si triunfamos, es una victoria parcial y una demostración de fuerza. Esa necesidad de práctica, de hacer músculo, es lo importante. Pero si nos quedamos en la disminución de horarios o en el aumento de salario en sí, no haremos más que reforzar el modelo capitalista laboral. Si decimos que nuestras aspiraciones son otras, habrá que demostrarlo con hechos y no sólo con una declaración de intenciones. Lo mismo ocurre con el tema de la vivienda. La idea es que nadie se muera en la calle, esa es la prioridad; pero entendiendo que lo que propicia que eso pase es el modelo actual, y que por tanto no sólo hay que poner remedio a sus consecuencias sino también a sus causas. Dando techo y consiguiendo que no se eche al realojado de su casa demostramos fuerza y respondemos a una atrocidad, atajándola; pero si detrás de eso no hay un tercer movimiento esa demostración se quedará ahí, como un fin en sí misma.

La lucha no es un automatismo (luchar por luchar). Se lucha para destrozar barreras y alcanzar objetivos. ¿Cuándo sabes que la lucha es importante? Cuando alcanzado ese objetivo tienes la sensación de que aún no has hecho más que empezar.


El tercer movimiento

“¡A ellos, a ellos mientras el fuego arda! […]. ¡A ellos, mientras haya luz del día!” (Carta de Thomas Müntzer a sus seguidores, 1525).

En los dos artículos anteriores hablé de los dos tipos de anarquismos que identificaba y también del potencial y los límites de la lucha social; ahora voy a hablar de la necesidad de que el anarquismo combativo, comprometido en esa lucha social, transcienda de su punto de partida y llegue hasta un objetivo revolucionario superior gracias a una estrategia sólida y bien diseñada.

Analizando la situación del activismo, los movimientos sociales, incluido el anarquista, llevan años a la defensiva. Sólo salimos a la calle y nos movilizamos para no perder terreno; nunca para ganarlo. No sabemos atacar. Lo único que queremos es no perder conquistas pasadas, pero no realizar conquistas nuevas. Luchas como la sindical, la de la vivienda, la de la educación o la sanidad, se articulan hoy en esa clave. Son respetables movimientos de autodefensa, no estructuras de ataque. Sinceramente creo que ya es hora de pasar a la ofensiva.

Hay que superar esta eterna condición de fajadores y hay que aprender a contra atacar, a devolver los golpes, a hacer daño. Este último lustro de luchas, y especialmente la experiencia en vivienda, me ha enseñado que cuando uno concentra su militancia en la gestión de un “pequeño asunto”, en la preservación de lo que tiene, se arriesga a perder la ambición de ir más lejos y puede acabar haciendo de una simple etapa, de un mero medio, un todo y un fin.

Sé que hablo de no limitarse en un mal momento. Vivimos una situación de repliegue de las luchas, como anarquistas y como activistas sociales. Unos pocos, resignados pero prácticos, intentan salvar los muebles del naufragio, y tratan de articular algo de cara al futuro. Una mayoría sigue impermeable a la oportunidad perdida y absortos en su liturgia de banderas e himnos no quieren darse cuenta de que hasta los colectivos más reformistas y pro sistema los han adelantado por la izquierda, gracias principalmente a su actividad. Otra parte no menos considerable abandona el barco, y seducidos por los cantos de sirena del establishment coquetea con el electoralismo, los partidos de nuevo cuño y la aporía: votar es la novedad transformadora; abstenerse, rebelarse y crear al margen, es la ortodoxia.

Nosotros levantamos la voz desde el barro, en el corazón mismo de la pobreza. No pienso hablaros con la cara limpia, ni sacudirme el polvo en vuestra presencia ni ofreceros una mano lavada; aquí abajo, a pie de obra, no huele bien, no hay debates estériles ni sirve la retórica. Trabajando en la miseria, buscamos la manera de organizarla. ¡Empecemos!

No nos interesan las guerras de siglas, las trifulcas de banderines, las peleas familiares internas, de sectas, de tendencias, de clanes. Es como ver a dos insectos famélicos peleándose por un despojo. Todo lo que trate de arrastrarnos a eso nos sobra. No queremos tampoco oír a intelectuales balbuceando o peleándose entre ellos, hablándonos de un pasado que no se puede repetir o invitándonos a avanzar mientras ellos mismos no mueven el culo del escritorio. Hay un anarquismo nuevo, activo, práctico, que quiere hacerse adulto pero no envejecer, y no está dispuesto a enredarse en las batallas ideológicas de sus mayores. Nuestra propuesta es hacer un llamamiento a todas y todos los anarquistas combativos para trabajar juntos. Ese verbo es la clave: trabajar. Coordinar esfuerzos en base a propuestas prácticas de trabajo, dejando a un lado cuestiones sesudas sobre el futuro de una sociedad que aún no tenemos fuerza para prefigurar. Tardamos horas en discutir qué tipo de combustibles usará la sociedad post-revolucionaria, cómo se gestionarán los medios de producción, qué recursos usará y cuáles no, etc., y aún no hemos hecho la revolución que nos permita tener ese problema encima de la mesa. Sin capacidad alguna, por incompetencia, de decidir sobre nuestro presente, tratamos de decidir sobre algo que, sin incidencia real, pertenece al futuro y se escapa de nuestras manos. Trabajemos para que algún día podamos dilucidar esos problemas en una asamblea de vecinos o de trabajadores, pero hasta entonces no perdamos el tiempo.

Una vez aglutinados, dispuestos a trabajar juntos pero no a pensar lo mismo, a sumar esfuerzos pero no necesariamente sensibilidades, podemos seleccionar el objetivo. La FAGC eligió la vivienda y ya los interesados conocen los resultados. Sí, somos responsables de la okupación más grande del Estado, pero ya dije en mi anterior artículo que eso no lo es todo, que hace falta un tercer movimiento. Lo hecho ha aliviado la situación de mucha gente, ha permitido prolongar la vida de algunos en los casos más urgentes, y eso de por sí ya es más que importante. También hemos medido nuestra propia capacidad, sondeado los margenes de la militancia, la naturaleza de la miseria y la opresión. Pero no basta con quedarse ahí. Sería como organizar un ejército y negarse a declarar batalla. Todo lo vivido, bueno y malo, debe servir para sacar conclusiones, reflexionar, y llevar la lucha a un nuevo estadio.

¿Y esa alargada y fantasmagórica sombra del asistencialismo? Hemos aprendido la lección y dado con la forma de conculcarla. La lucha social, ofreciendo soluciones reales a problemas reales, nos permite entablar contacto con el pueblo, pero para que la relación avance es imprescindible que el afectado deje de ser receptor/observador y pase a ser actor. Y eso se consigue estableciendo como condición sine qua non que el realojado tome parte protagónica de su propio realojo. ¿Quieres recibir ayuda? Aquí nos tienes, pero demuestra primero que eres capaz de ayudarte a ti mismo y también a otros. ¿Te niegas? Muy bien, no daremos más solidaridad de la que se nos ofrece, he ahí todo. Quien necesite de verdad una vivienda se verá obligado a cuestionar lo aprendido, lo enseñado por el Sistema, su misma forma de comportarse con los demás, antes de tomar una decisión. Puede que no se produzca ningún cambio, pero lo habremos enfrentado, directamente, cara a cara, contra una dura contradicción. Y lo dicho en realojos es aplicable al resto. En nuestras últimas ocupaciones estamos aplicando ese principio y ha arrojado resultados muy positivos. Participamos ciertamente en menos realojos, pero las experiencias son mejores y los intervinientes más necesitados, más comprometidos y más activos. También hemos aprendido que detrás de la crítica de “asistencialismo” se encuentran muchas veces voces poco autorizadas que, contrarías a abandonar sus torres de marfil y mezclarse con la sucia y cruda realidad, muestran su alergia a la actividad buscando pretextos en vez de ofreciendo alternativas. Los riesgos del asistencialismo no se despejan desde la inmaculada distancia de un club de convencidos.

Una vez organizados, fijado un protocolo que evite convertirse en una ONG o en una inmobiliaria, falta esa vuelta de tuerca que mencionaba en “Anarquía a pie de calle II”, ese tercer movimiento: la vía del conflicto.

El tercer movimiento es el que marca la diferencia entre una okupación convencional (un acto que cierra su ciclo sobre sí mismo, revolucionariamente inocuo) y una expropiación programada de viviendas abandonadas por los bancos, con el fin de establecer una gestión comunitaria de un bien colectivo (un acto que supone un desafío político, social y económico directo).

No basta con ocupar casas; lo cual no suele repercutir más que en un número limitado de personas. No basta siquiera con ponerlas a disposición pública y usarlas para realojo; al final podemos acabar reforzando el Sistema subsanando uno de sus déficits e inhibir a la gente de la protesta ayudándolas a volver a subirse al tren capitalista. Hay que ocupar y realojar, pero como parte de una estrategia política de socialización masiva que aspire a que sean los propios vecinos quienes gestionen de forma asamblearia los bienes de consumo, tal y como esperamos que hagan los obreros con los medios de producción.

La estrategia es simple: uníos a esos otros anarquistas combativos, convocad una asamblea popular sobre el tema más urgente que acucie a vuestro barrio (pongo como ejemplo la vivienda porque es nuestro terreno más trabajado), ofreced herramientas útiles a los vecinos y entablad contacto con ellos. ¿Cuántas casas vacías en manos de los bancos hay en el barrio? Pues ocupadlas todas y estableced por la vía de los hechos consumados que sean los propios vecinos quienes gestionen directamente el bien público de la vivienda. Hay que dar el paso, cruzar la frontera, y conseguir que la okupación se convierta en expropiación colectiva.

¿Cuántos de vuestros vecinos pagan alquileres a la misma inmobiliaria, banco, gestora privada de vivienda o directamente a un fondo buitre? ¿Cuántos ya no pueden pagar o están a punto de encontrarse en esa situación? Nuevamente, convocad una asamblea de vecinos y dadle a ese fatalismo una dimensión consciente. En breve van a perder su casa por impago, pues dotad al impago de un carácter reivindicativo: proponed declarar una huelga de alquileres. Que nadie pague, bien hasta que haya una rebaja generalizada del alquiler (si los ánimos no invitan a la osadía); bien porque reclamáis, vosotros y los vecinos, que la gestión de los inmuebles pasen sin intermediarios a vuestras manos.

¿Militáis en un sindicato libertario? Proponed entonces implementar la lucha laboral con la lucha social (la cual no pasa por tener buenas intenciones, redactar comunicados y secundar campañas de apoyo, sino por iniciar una vía de intervención y confrontación propia, directamente revolucionaria). Competir con los sindicatos amarillos con sus armas es o perder el tiempo o un suicidio. La naturaleza del sindicalismo libertario siempre fue poliédrica, y extendía sus ramas más allá del plano netamente laboral. Por pura supervivencia, el anarcosindicalismo debe estar dispuesto a dotarse de integralidad y a ofrecer herramientas que no se limiten a las fábricas, o incluso a las cooperativas de consumo, sino que entren directamente en la problemática de los barrios más deprimidos. Recuperad los sindicatos de inquilinos que el anarcosindicalismo impulsaba en los años 30 y llevad las demandas vecinales a otro plano.

¿Y las plataformas que ya trabajan en el tema de la vivienda? Primero, hay que distinguir entre las que realizan una labor comprometida y desinteresada, con raíz revolucionaria, y entre las que son ineficaces, están absorbidas por partidos políticos y se mueven por intereses espurios. Segundo, nadie tiene el monopolio de la lucha social. Si crees que una lucha tiene carencias, que está siendo usada como trampolín para estrategias electorales, y piensas que eres capaz de ofrecer y estructurar cosas mejores, más resolutivas, más radicales, no hay ningún motivo por el que cederle el terreno a nadie, ninguno que nos haga considerar que deben haber exclusividades e intrusismos en el frente de la vivienda. Tercero, hemos de ser conscientes, como anarquistas, de la necesidad de articular nuestras propias respuestas, nuestros propios programas, nuestras propias estrategias. Sí, las luchas deben ser necesariamente populares y colectivas, abiertas a todas y a todos; las alianzas tácticas son igualmente deseables, mientras se limiten al trabajo y no exijan claudicaciones; pero nosotras y nosotros hemos de ser capaces de estructurar una hoja de ruta diferenciada con nuestros propios objetivos, hemos de transmitirle al pueblo que ofrecemos soluciones solventes a los problemas sociales, y saber proyectar, en definitiva, que tenemos nuestra propia revolución en marcha.

La situación, gracias a las llamadas “candidaturas ciudadanas”, puede ser más propicia de lo que parece. Desarrollad esta estrategia en todos lados, pero aprovechad para incidir allá donde los “abanderados de la vivienda y las políticas sociales” haya tocado poder. Ocupad a discreción, con el apoyo de los vecinos, y empezad a establecer las bases, el soporte teórico, para mostrar las contradicciones de estos “partidos ciudadanos”, bien porque su insensibilidad e incompetencia es la que os obliga a ocupar, bien porque desaten o consientan una reacción represiva.

Esta propuesta general, la de intervenir en una lucha que tiene como fondo un bien (o un medio de producción o un servicio), para radicalizarla, llevarla hasta sus últimas consecuencias, y conseguir que el órgano popular (la asamblea de barrio, de vecinos, de inquilinos) que inicia y entabla dicha batalla sea simultáneamente el que consigue gestionar dicho bien, es una forma simplificada de iniciar una revolución. Los consejos o soviets no eran otra cosa en sus orígenes. En esto consiste el tercer movimiento.

Nos encontramos en un momento de inflexión. Absorvidos por la fiebre electoralista, desmovilizados por el partidismo de nueva generación, nos olvidamos que a los de abajo la mierda nos sigue llegando al cuello. Los enfermos y las hambrientas, los indigentes y las inmigrantes no pueden soportar más vuestro recuento de votos ni vuestras insufribles teorías. Podemos rehuir nuestra responsabilidad todo lo que queramos, pero no hay dónde escondernos. Yo mismo traté de abordar el asunto creando una comunidad idílica de realojados, creyendo que la respuesta revolucionaria vendría más tarde. Preocupado por garantizar la estabilidad de los vecinos, y sobre todo de sus hijos, tardé dos años en comprender que la vía del conflicto debe ir de la mano de la labor creadora. Puede que haga la vida más incierta, pero si la construcción de lo nuevo no se simultanea con la destrucción de lo viejo (como nos recomendaron los clásicos desde Proudhon a Bakunin), crearás una bonita ciudad amurallada, pero dejarás intacto lo que hay más allá de sus muros; y al final el exterior penetrará en la fortaleza y hará lo mismo que hace la humedad con la piedra.

En este punto el anarquismo, los movimientos sociales al completo, se encuentran en una encrucijada. Hay un nudo gordiano que parece irresoluble, y tanto los teóricos puros como los institucionalizados pretenden cortarlo con un cortaplumas; desde la FAGC afirmamos que es hora de meterle cizalla. Meteos en los barrios, no tengáis miedo a la hostilidad, la desconfianza, las rencillas y las bajas pasiones que os aseguro vais a encontrar. Aprovechad antes de que la virtualidad de la recuperación penetre hasta en los que tienen el estómago vacío. Buscad al que no tiene casa, ni salario, ni sanidad, ni ayudas, ni esperanza. Convocad a un barrio entero y enfrentadlo a la idea de que está en sus propias manos cambiar su situación. Id creciendo poco a poco, con asambleas eficaces y libres de discursos pomposos. Ofreced realidad, desnuda y áspera realidad. Y empezad a tomar, tomar, y tomar, hasta que no quede nada que no gestionéis por vosotros mismos. Puede asustar, pero es el vértigo ante una revolución que comienza. Sólo falta que te sumes. ¿Qué no lo consigues? Al menos, maldita sea, lo habrás intentado.

Lo he repetido alguna vez, pero no quiero dejar de decirlo: si ellos explotan la miseria, a nosotros nos toca organizarla.

1 “Antes de proporcionarle al pueblo sacerdotes, soldados, jueces, doctores y maestros, deberíamos averiguar si por ventura no se está muriendo de hambre” (El trabajo y la teoría de Bondarev, 1888).
2 Aunque en honor a la verdad, a no ser que se produzca una dificultosa revolución global, cualquier forma de anarquía se dará siempre inicialmente rodeada de capitalismo, se dé en un pequeño pueblo, en una gran ciudad o en toda una región. Cambian los recursos, las competencias y la escala, pero en su imperfección es una manifestación de anarquía. Por eso tal vez yo pueda decir que he vivido en anarquía, y que es hermosa y es dura.
3 En Tiempo de Elecciones, 1890.

Ruymán Rodríguez http://www.anarquistasgc.net/

domingo, 27 de diciembre de 2015

Nihilismo de género: Un contramanifiesto

Nihilismo de género: un anti-manifiesto

Introducción



Nos encontramos en un impasse. Las posturas actuales de la liberación transgénero han centrado sus reinvindicaciones en una concepción redentora del género. Ya sea mediante un doctor o mediante el diagnóstico de un psicólogo, o por una afirmación personal en la forma de una declaración social, nos hemos creído que hay cierta verdad interna hacia el género que debemos intuir.

Una colección infinita de proyectos políticos positivos han señalado el camino que ahora mismo transitamos; una cantidad infinita de pronombres, banderas y etiquetas. El movimiento actual dentro de la política trans ha buscado hacer más amplias las categorías del género, con la esperanza de poder aliviar el daño que hacen. Esto es, cuanto menos, ingenuo.

Judith Butler habla del género como “el aparato mediante el cual tienen lugar la producción y la normalización de lo masculino y lo femenino, junto con las formas intersticiales hormonal, cromosómica, psíquica y performativa que el género asume.” Si las posturas actuales de liberación de nuestres hermanes y camaradas trans tienen su raíz en intentar expandir las dimensiones sociales creadas por este aparato, nuestra obra es la exigencia de ver este aparato hecho cenizas.

Somos radicales que se han hartado de tantos intentos de salvar el género. No nos creemos que pueda funcionar para nosotres. Miramos a la transmisoginia a la que nos hemos enfrentado, la violencia generificada que nuestres camaradas, tanto trans como cis, han experimentado; y nos damos cuenta de que el aparato en sí mismo hace esa violencia inevitable. Hemos tenido suficiente.

No queremos crear un sistema mejor, porque no nos interesan para nada posturas positivas. Todo lo que pedimos en el presente es un ataque sin cese al género y los modos de significado social e inteligibilidad que crea.
En el núcleo de este nihilismo de género residen varios principios que serán explorados en detalle: el antihumanismo como fundamento y piedra angular, la abolición del género como una exigencia, y la negatividad radical como método.

Antihumanismo



El antihumanismo es una piedra angular que mantiene el análisis nihilista de género unido. Es el punto desde el cual empezamos a comprender nuestra situación actual; es crucial. Al decir antihumanismo, queremos dar a entender un rechazo del esencialismo. No hay un humano esencial. No hay naturaleza humana. No hay un yo transcendente. Ser un sujeto no es compartir un estado metafísico de la existencia (ontología) con otros sujetos.

El yo, el sujeto es un producto del poder. El “yo” en “yo soy un hombre” o “yo soy una mujer” no es un “yo” que trascienda esas declaraciones. Esas declaraciones no revelan una verdad sobre el “yo”, sino que constituyen el “yo”. Hombre y Mujer no existen como etiquetas para ciertas categorías metafísicas o esenciales de la existencia, son más bien símbolos discursivos, sociales y lingüísticos históricamente contingentes. Evolucionan y cambian con el tiempo; sus implicaciones siempre han estado determinadas por el poder.

Quien somos, en el mismo núcleo de nuestro ser, quizás no se encuentre en absoluto en la realidad categórica del ser. El yo es una convergencia de poder y discursos. Cualquier palabra que usas para definirte, cualquier categoría identitaria en la que te encuentras, es el resultado de un desarrollo histórico de poder. El género, la raza, la sexualidad, y toda otra categoría normativa no hacen referencia a una verdad sobre el cuerpo del sujeto o el alma del sujeto. No hay un yo estático, un “yo” consistente”, no hay un sujeto que trascienda la historia. Solo podemos referirnos a un yo con el lenguaje que se nos da, y ese lenguaje ha fluctuado radicalmente a lo largo de la historia, y continúa fluctuando hoy en día.

No somos nada sino la convergencia de muchos discursos distintos y lenguajes que están fuera de nuestro control, y aun así experimentamos la sensación de voluntad. Navegamos estos discursos, a veces subvirtiéndolos, siempre sobreviviendo. La habilidad de navegar no indica un yo metafísico que actúe sobre una sensación de voluntad, solo indica que hay una amplitud simbólica y discursiva rodeando nuestra constitución.

Por ello entendemos el género a través de estos términos. Vemos el género como una recopilación de discursos encarnados en la medicina, la psiquiatría, las ciencias sociales, la religión y nuestras interacciones diarias con los demás. No vemos el género como una característica de nuestros “auténticos seres”, sino como una órden de significado e inteligibilidad en la que operamos. No miramos al género como algo que se pueda decir que es poseído por un yo estable. Por el contrario, decimos que el género se hace y es participado, y que este hacer es un acto creativo mediante el cual se construye el yo y se le dan significancia y significado sociales.

Nuestro radicalismo no puede parar aquí, debemos más allá citar las pruebas históricas que evidencian que el género opera de esta manera. El trabajo de muchas feministas descoloniales ha sido muy influencial en demostrar las maneras en las que las categorías occidentales del género fueron violentamente forzadas en las comunidades indígenas, y cómo esto requirió un cambio lingüístico y discursivo completo. El colonialismo produjo nuevas categorías de género, y con ellas nuevos métodos violentos con los que reforzar una serie de normas de género. Los aspectos visuales y culturales de la masculinidad y la feminidad han cambiado con los siglos. No hay un género estático.

Hay un componente práctico a esto. La cuestión de humanismo contra antihumanismo es la cuestión sobre la que se basará el debate entre el feminismo liberal y el abolicionismo nihilista del género.

La feminista liberal dice “yo soy una mujer” y con ello quiere decir que son espiritualmente, ontológicamente, metafísicamente, genéticamente, o de cualquier otro modo “esencialmente” una mujer. La nihilista de género dice “yo soy una mujer” y quiere dar a entender que está localizada en cierta posición dentro de un matriz de poder que les constituye como tal.

La feminista liberal no es consciente de las maneras en las que el poder crea el género, y por tanto se aferra al género como una manera de legitimarse ante los ojos del poder. Intentan utilizar distintos sistemas del conocimiento (ciencias genéticas, postulados metafísicos sobre el alma, ontología kantiana) para intentar probar al poder que pueden operar dentro de él. La nihilista de género, la abolicionista de género, observa el sistema del género en sí mismo y ve violencia en su núcleo. Decimos no a un acercamiento positivo al género. Queremos que desaparezca. Sabemos que apelar a las formulaciones actuales del poder siempre es una trampa liberal. Nos negamos a legitimarnos.

Es necesario que esto sea entendido. El antihumanismo no niega la experiencia vivida de nuestres hermanes trans que han tenido una experiencia de género desde una edad temprana. Simplemente reconocemos que dicha experiencia siempre estuvo determinada por los términos del poder. Miramos a nuestras propias experiencias infantiles. Vemos que incluso en la declaración transgresiva “Somos mujeres” en la que negamos la categoría que el poder nos ha impuesto, hablamos en el lenguaje del género. Hacemos referencia a la idea de “mujer”, que no existe como una verdad estable, pero referencia el discurso que la constituye.

Entonces afirmamos que no hay un yo verdadero que pueda ser encontrado antes del discurso, antes del encuentro con los demás, antes de la mediación de lo simbólico. Somos productos del poder, ¿así que qué hacemos?

Por tanto, terminamos nuestra exploración del antihumanismo volviendo a las palabras de Butler.


“Mi agencia no consiste en negar la condición de tal constitución. Si tengo alguna agencia es la que se deriva del hecho de que soy constituida por un mundo social que nunca escogí. Que mi agencia esté repleta de paradojas no significa que sea imposible. Significa sólo que la paradoja es la condición de su posibilidad.”

Abolición del género



Si aceptamos que el género no se encuentra dentro de nosotros como una verdad transcendental, sino que existe fuera de nosotros en la dimensión del discurso, ¿a qué debemos aspirar? Decir que el género es discursivo es decir que el género ocurre no como una verdad metafísica dentro del sujeto, sino que ocurre como una vía por la cual mediar en la interacción social. El género es un marco, una subcategoría del lenguaje, y una serie de símbolos y signos, comunicados entre nosotros, construyéndonos y siendo reconstruidos por nosotros constantemente.

Entonces, el aparato del género opera cíclicamente: mientras somos constituidos por él, también nuestras acciones diarias, rituales, normas y actuaciones lo reconstituyen. Es darse cuenta de esto lo que permite que se manifieste un movimiento en contra del ciclo. Dicho movimiento debe comprender la naturaleza persuasiva y penetrante del aparato. La normalización tiene una manera insidiosa de naturalizar, tomar en cuenta y subsumir la resistencia.

En este punto se vuelve tentador utilizar ciertas posturas liberales de la expansión. Un número enorme de teorizadores y activistas han declarado que la experiencia transgénero puede suponer una amenaza al proceso de normalización que es el género. Hemos escuchado la sugerencia de que la identidad no-binaria, la identidad trans y la identidad queer quizá pudieran crear una subversión del género. Esto no puede ser el caso.

Declarando nuestra posesión de las etiquetas de identidades no-binarias, nos encontramos siempre atrapados de vuelta en la dimensión del género. Tomar una identidad en rechazo del sistema binario es aceptar el binario como punto de referencia. Las reglas ya toman en cuenta el disentimiento; plantan las estructuras y lenguajes mediante los cuales el disentimiento se puede expresar. Nuestro disentimiento verbal no es lo único que actúa dentro del lenguaje del género, también las acciones que tomamos para subvertirlo a la hora de vestir y amar son solo subversivas por su referencia a la norma.

Si una postura de identidad no-binaria tampoco puede liberarnos, también es cierto que las posturas queer o trans no nos brindan esperanza. Ambas caen en la misma trampa de referenciar la norma intentando “hacer” el género de otra manera. La misma base de esas posturas está cimentada en la lógica de la identidad, que es en sí un producto de los discursos modernos y contemporáneos del poder. Como ya hemos mostrado en profundidad, no puede haber una identidad estable a la que hacer referencia. Cualquier apelación a una identidad revolucionaria o emancipatoria solo es una apelación a ciertos discursos. En este caso, el discurso es el género.

Esto no quiere decir que aquellos que se identifican como trans, queer o no-binarios tienen la culpa del género (o de hacer género). Este es el error de la perspectiva de las feministas radicales tradicionales. Repudiamos estos postulados, ya que simplemente atacan a aquellas personas a las que más les daña el género. Incluso si la desviación de la norma siempre es tenida en cuenta y neutralizada, sigue siendo castigada. El cuerpo queer, el cuerpo trans, el cuerpo no-binario es todavía campo de violencia masiva. Nuestres hermanes y camaradas siguen siendo asesinades a nuestro alrededor, viviendo en pobreza, siguen viviendo en las sombras. No les denunciamos, porque sería denunciarnos a nosotres mismes. En vez de ello, pedimos una discusión honesta de los límites de nuestras posturas y exigimos un nuevo camino hacia delante.

Con esta actitud al frente, no son meramente ciertas formulaciones de la identidad de género lo que deseamos combatir, sino la necesidad de una identidad en sí misma. Nuestro postulado es que la lista sin fin de pronombres, la cantidad cada vez mayor de etiquetas para distintas expresiones de género y sexualidad, e incluso el intento de construir nuevas categorías identitarias simplemente no vale la pena.

Si hemos mostrado que esta identidad no es una verdad, sino una construcción social y discursiva, entonces podemos darnos cuenta de que la creación de estas nuevas identidades no es el descubrimiento súbito de una experiencia anteriormente desconocida, sino la creación de nuevos términos sobre los que poder ser constituidos. Lo único que hacemos al expandir las categorías de género es crear canales todavía más complejos para que opere en ellos el poder. No nos liberamos, nos atrapamos en incontables y todavía más complejas y poderosas normas. Cada una, una nueva cadena.

Y entonces llegamos a la necesidad de la abolición del género. Si todos nuestros intentos de proyectos positivos de expansión se han caído cortos y solo nos han atrapado con nuevas trampas, debe haber otras medidas. Que la expansión del género haya fallado no implica que la contracción sirva nuestros propósitos. Ese impulso sería reaccionario y debe liquidarse.

La feminista radical reaccionaria ve la abolición del género como tal contracción. Para ellas, debemos abolir el género para que el sexo (características físicas del cuerpo) pueda ser la base estable y material sobre la que agruparnos. Rechazamos esto de todo corazón. El sexo en sí mismo está cimentado en agrupaciones discursivas, dadas autoridad por la medicina, y violentamente impuestas en los cuerpos de individuos intersex. Nos negamos a esta violencia.

No, una vuelta a una comprensión más simple del género (incluso si supuestamente fuera una concepción material) no servirá. Es la agrupación normativa de los cuerpos contra lo que luchamos en primer lugar. Ni la contracción ni la expansión nos pueden salvar. El único camino es la destrucción.

Negatividad radical



En el corazón de la abolición del género hay una negatividad. No buscamos abolir el género para volver a un verdadero yo; no existe tal verdadero yo. No es que la abolición del género nos vaya a liberar para existir como yos genuinos y verdaderos, liberados de ciertas normas. Esa conclusión no concordaría con nuestros postulados antihumanistas. Así que debemos saltar al vacío.

Un momento de lucidez es necesario aquí. Si somos producto de los discursos del poder, y buscamos abolirlos y destruirlos, estamos tomando el mayor riesgo posible. Estamos lanzándonos a lo desconocido. Los términos, símbolos, ideas y realidades por los que nos hemos formado y creado arderán en llamas, y no podemos predecir lo que seremos cuando salgamos del fuego.

Es por esto que debemos abrazar una actitud de negatividad radical. Todos los intentos previos de posturas de género positivas y expansionistas nos han fallado. Debemos cesar de presuponer un conocimiento de qué aspecto puede tener la liberación o emancipación, pues dichas ideas están cimentadas en la idea de un yo que se rompe al ser examinado; es una idea que ha sido usada para limitar nuestros horizontes. Solo el rechazo puro, el huir de cualquier futuro conocible o inteligible puede permitirnos la posibilidad de tener un futuro.

Aunque este riesgo sea enorme, es necesario. Pero al tirarnos al vacío, entramos en las aguas de la ininteligibilidad. Estas aguas tienen sus peligros; y hay una posibilidad muy real de una pérdida radical del yo. Los términos con los que nos reconocemos entre nosotros puede que sean disueltos. Pero no hay otra manera para escapar de este dilema. Diariamente somos atacades por un proceso de normalización que nos codifica como desviades. Si no nos perdemos en el movimiento de la negatividad, seremos destruides por el statu quo. Solo tenemos una opción.

Esto captura poderosamente el predicado en el que nos encontramos en el momento. Aunque el riesgo de abrazar la negatividad sea alto, sabemos que la alternativa nos destruirá. Si nos perdemos en el proceso, simplemente habremos sufrido el mismo proceso que habríamos sufrido de no emprenderlo. Es por ello que, sin cautela, nos negamos a postular sobre cómo puede ser ese futuro y lo que podemos ser en ese futuro. Un rechazo del significado, un rechazo de la posibilidad conocida, un rechazo a ser en sí mismo. Nihilismo. Esa es nuestra postura y método.

La crítica sin cese de las posturas de género es por ello nuestro punto de partida, aunque debe suceder con cautela. Porque si criticamos sus infraestructuras normativas en favor de una alternativa, caemos otra vez al poder neutralizador de la normalización. Respondemos a la demanda de una alternativa claramente enunciada y un programa de acciones con un estridente “no.” Los días de manifiestos y plataformas han terminado. La negación de todas las cosas, nosotros incluídos, es la única manera de lograr nada.


https://insurrectrans.wordpress.com/2015/11/28/nihilismo-de-genero-un-contra-manifiesto/