jueves, 5 de enero de 2017

El Amor Romántico como utopía emocional de la posmodernidad.

El amor en la posmodernidad es una utopía colectiva que se expresa en y sobre los cuerpos y los sentimientos de las personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación colectiva, sirve como anestesiante social.

El amor hoy es un producto cultural de consumo que calma la sed de emociones y entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido toda una industria y un estilo de vida que fomenta lo que H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo…

Este enclaustramiento de parejas propicia el conformismo, el viraje ideológico a posiciones más conservadoras, la despolitización y el vaciamiento del espacio social, con notables consecuencias para las democracias occidentales y para la vida de las personas. Las redes de cooperación y ayuda entre los grupos se han debilitado o han desaparecido como consecuencia del individualismo y ha aumentado el número de hogares monoparentales. La gente dispone de poco tiempo de ocio para crear redes sociales en la calle, y el anonimato es el modus vivendi de la ciudad: un caldo de cultivo, pues, ideal para las uniones de dos en dos (a ser posible monogámicas y heterosexuales).

De este modo, nos atrevemos a afirmar que los modelos de relación erótica y amorosa de la cultura de masas están basadas en la ideología del “sálvese quién pueda”. Mucha gente se queja de que los amores posmodernos son superficiales, rápidos e intensos, como la vida en las grandes urbes. Es cada vez más común el enamoramiento fugaz, y pareciera que las personas, más que lograr la fusión, lo que hacen es “chocar” entre sí.

Creo, coincidiendo con Erich Fromm, que a pesar de que el anhelo de enamorarse es muy común, en realidad el amor es un fenómeno relativamente poco frecuente en nuestras sociedades actuales: “La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad actual”. Y lo es porque el amor requiere grandes dosis de apertura de uno mismo, de entrega, generosidad, sinceridad, comunicación, honestidad, capacidad de altruismo, que chocan con la realidad de las relaciones entre los hombres y las mujeres posmodernas.

Por eso creo que el amor, más que una realidad, es una utopía emocional de un mundo hambriento de emociones fuertes e intensas. En la posmodernidad existe un deseo de permanecer entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y mecanizada exacerba estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada surge además en lo que Lasch denomina la era del narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo del individuo.

Las relaciones superficiales que establecen a menudo las personas se basan en una idealización del otro que luego se diluye como un espejismo. En realidad, las personas a menudo no aman a la otra persona por como es, en toda su complejidad, con sus defectos y virtudes, sino más bien por cómo querría que fuese. El amor es así un fenómeno de idealización de la otra persona que conlleva una frustración; cuanto mayores son las expectativas, más grande es el desencanto.

El amor romántico se adapta al individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el uno al otro. Esto es bueno para que la democracia y el capitalismo se perpetúen, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de carácter masivo que podrían desestabilizar el statu quo. Por esto en los medios de comunicación de masas, en la publicidad, en la ficción y en la información nunca se habla de un “nosotros” colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”. El amor se canaliza hacia la individualidad porque, como bien sabe el poder, es una fuerza energética muy poderosa. Jesús y Gandhi expandieron la idea del amor como modo de relacionarse con la naturaleza, con las personas y las cosas, y tuvieron que sufrir las consecuencias de la represión que el poder ejerció sobre ellos.

El amor constituye una realidad utópica porque choca con la realidad del día a día, normalmente monótona y rutinaria para la mayor parte de la Humanidad. Las industrias culturales actuales ofrecen una cantidad inmensa de realidades paralelas en forma de narraciones a un público hambriento de emociones que demanda intensidad, sueños, distracción y entretenimiento. Las idealizaciones amorosas, en forma de novela, obra de teatro, soap opera, reality show, concurso, canciones, etc. son un modo de evasión y una vía para trascender la realidad porque se sitúa como por encima de ella, o más bien porque actúa de trasfondo, distorsionando, enriqueciendo, transformando la realidad cotidiana.

Necesitamos enamorarnos del mismo modo que necesitamos rezar, leer, bailar, navegar, ver una película o jugar durante horas: porque necesitamos trascender nuestro “aquí y ahora”, y este proceso en ocasiones es adictivo. Fusionar nuestra realidad con la realidad de otra persona es un proceso fascinante o, en términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos biografías que hasta entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión sitúe a los enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la realidad propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico, una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido se vive como algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación de las personas con su entorno y consigo mismas.

Sin embargo, este choque entre el amor ideal y la realidad pura se vive, a menudo, como una tragedia. Las expectativas y la idealización de una persona o del sentimiento amoroso son fuente de un sufrimiento excepcional para el ser humano, porque la realidad frente a la mitificación genera frustración y dolor. Y, como admite Freud (1970), “jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor”.

Quizás la característica más importante de esta utopía emocional reside en que atenúa la angustia existencial, porque en la posmodernidad la libertad da miedo, el sentido se ha derrumbado, las verdades se fragmentan, y todo se relativiza. Mientras decaen los grandes sistemas religiosos y los bloques ideológicos como el anarquismo y el comunismo, el amor, en cambio, se ha erigido en una solución total al problema de la existencia, el vacío y la falta de sentido.

Otro rasgo del amor romántico en la actualidad es que en él confluyen las dos grandes contradicciones de los urbanitas posmodernos: queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del cariño, el afecto y la ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse sexual y afectivamente con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así que la contradicción es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un estado de inconformismo continuo por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos siempre lo que no tenemos, de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres humanos nos cuesta hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez, pero lo queremos todo y ya: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina.

La insatisfacción permanente es un proceso que nos hace vivir la vida en el futuro, y no nos permite disfrutar del presente; en él se aúna esa contradicción entre idealización y desencanto que se da en el amor posmoderno, porque la nota común es desear a la amada o el amado inaccesible, y no poder corresponder a los que nos aman. La clave está en el deseo, que muere con su realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.

Si la primera contradicción amorosa posmoderna reside fundamentalmente en el deseo de libertad y de exclusividad, la segunda reside en la ansiada igualdad entre mujeres y hombres. Por un lado, la revolución feminista de los 70 logró importantes avances en el ámbito político, económico y social; por otro, podemos afirmar que el patriarcado aún goza de buena salud en su dimensión simbólica y emocional.

En algunos países las leyes han logrado llevar las reivindicaciones de los feminismos a la realidad social, pese a que la crisis económica nos aleja aún más de la paridad y la igualdad de mujeres y hombres en el seno de las democracias occidentales. Además de esta ansiada igualdad legal, política y económica, tenemos que empezar a trabajar también el mundo de las emociones y los sentimientos. El patriarcado se arraiga aún con fuerza en nuestra cultura, porque los cuentos que nos cuentan son los de siempre, con ligeras variaciones. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; los modelos que nos ofrecen siguen siendo desiguales, diferentes y complementarios, y nos seguimos tragando el mito de la media naranja y el de la eternidad del amor romántico, que se ha convertido en una utopía emocional colectiva impregnada de mitos patriarcales.

Algunos de ellos siguen presentes en nuestras estructuras emocionales, configuran nuestras metas y anhelos, seguimos idealizando y decepcionándonos, y mientras los relatos siguen reproduciendo el mito de la princesa en su castillo (la mujer buena, la madre, la santa,) y el mito del príncipe azul (valiente a la vez que romántico, poderoso a la par que tierno). Muchos hombres han sufrido por no poder amar a mujeres poderosas; sencillamente porque no encajan en el mito de la princesa sumisa y porque esto conlleva un miedo profundo a ser traicionados, absorbidos, dominados o abandonados.Los mitos femeninos han sido dañinos para los hombres porque al dividir a las mujeres en dos grupos (las buenas y las malas), perpetúan la deigualdad y el miedo que los hombres sienten hacia las mujeres. Este miedo aumenta su necesidad de dominarlas; el imaginario colectivo está repleto de mujeres pecadoras y desobedientes (Eva, Lilith, Pandora), mujeres poderosas y temibles (Carmen, Salomé, Lulú), perversas o demoníacas (las harpías, las amazonas, las gorgonas, las parcas, las moiras).

Paralelamente, multitud de mujeres han besado sapos con la esperanza de hallar al hombre perfecto: sano, joven, sexualmente potente, tierno, guapo, inteligente, sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo tipo. El príncipe azul es un mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al varón, al poner en otra persona las manos de su destino vital. Este héroe ha distorsionado la imagen masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables frustraciones en las mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga felices.

Pese a estos sueños de armonía y felicidad eterna, las luchas de poder entre hombres y mujeres siguen siendo el principal escollo a la hora de relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades posmodernas; por ello es necesario seguir luchando por la igualdad, derribar estereotipos, destrozar los modelos tradicionales, subvertir los roles, inventarnos otros cuentos y aprender a querernos más allá de las etiquetas.



Leer más de Coral Herrera en El rincon de Haika

La era del humanismo está terminando

No hay indicios de que el 2017 vaya a ser muy diferente del 2016.


Bajo ocupación israelí por décadas, Gaza seguirá siendo la mayor prisión a cielo abierto de la Tierra.


En los Estados Unidos, la matanza de gente negra a manos de la policía continuará ininterrumpidamente y cientos de miles más se unirán a los que ya están alojados en el complejo industrial-carcelario que vino a instalarse tras la esclavitud de las plantaciones y las leyes de Jim Crow.


Europa continuará su lento descenso hacia el autoritarismo liberal o lo que el teórico cultural Stuart Hall llamó populismo autoritario. A pesar de los complejos acuerdos alcanzados en los foros internacionales, la destrucción ecológica de la Tierra continuará y la guerra contra el terror se convertirá cada vez más en una guerra de exterminio entre varias formas de nihilismo.


Las desigualdades seguirán creciendo en todo el mundo. Pero lejos de abastecer un ciclo renovado de luchas de clase, los conflictos sociales tomarán cada vez más la forma de racismo, ultranacionalismo, sexismo, rivalidades étnicas y religiosas, xenofobia, homofobia y otras pasiones mortales.


La denigración de virtudes como el cuidado, la compasión y la generosidad va de la mano con la creencia, especialmente entre los pobres, de que ganar es lo único que importa y que quién gana –en virtud del medio que sea necesario– es en última instancia el que está en lo correcto.


Con el triunfo de este acercamiento neo-darwiniano al hacer-historia, el apartheid bajo diversas modulaciones será restaurado como la nueva vieja norma. Su restauración pavimentará el camino hacia nuevos impulsos separatistas, a la construcción de más muros, a la militarización de más fronteras, a formas mortales de policialización, a guerras más asimétricas, a alianzas rotas y a innumerables divisiones internas, incluso en democracias establecidas.


Nada de lo señalado más arriba es accidental. En todo caso, es un síntoma de cambios estructurales, cambios que se harán cada vez más evidentes a medida que se despliegue el nuevo siglo. El mundo tal como lo conocíamos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con los largos años de la descolonización, la Guerra Fría y la derrota del comunismo, ese mundo ha terminado.


Ha comenzado otro largo y mortífero juego. El principal choque de la primera mitad del siglo XXI no será entre religiones o civilizaciones. Será entre la democracia liberal y el capitalismo neoliberal, entre el gobierno de las finanzas y el gobierno del pueblo, entre el humanismo y el nihilismo.


El capitalismo y la democracia liberal triunfaron sobre el fascismo en 1945 y sobre el comunismo a principios de los 90 cuando colapsó la Unión Soviética. Con la disolución de la Unión Soviética y el advenimiento de la globalización, sus destinos fueron destrenzados. La creciente bifurcación entre la democracia y el capital es la nueva amenaza para la civilización.


Apoyado por el poder tecnológico y militar, el capital financiero ha logrado su hegemonía sobre el mundo mediante la anexión del núcleo de los deseos humanos y, en el proceso, convirtiéndose él mismo en la primera teología secular global. Fusionando los atributos de una tecnología y una religión, se basó en dogmas incuestionables que las formas modernas de capitalismo habían compartido a regañadientes con la democracia desde el período de posguerra –la libertad individual, la competencia en el mercado y la regla de la mercancía y de la propiedad, el culto a la ciencia, la tecnología y la razón.


Cada uno de estos artículos de fe está bajo amenaza. En su núcleo, la democracia liberal no es compatible con la lógica interna del capitalismo financiero. Es probable que el choque entre estas dos ideas y principios sea el acontecimiento más significativo del paisaje político de la primera mitad del siglo XXI, un paisaje formado menos por la regla de la razón que por la liberación general de pasiones, emociones y afectos.


En este nuevo paisaje, el conocimiento se definirá como conocimiento para el mercado. El mercado mismo será re-imaginado como el mecanismo primario para la validación de la verdad. A medida que los mercados se convierten cada vez más en estructuras y tecnologías algorítmicas, el único conocimiento útil será algorítmico. En lugar de gente con cuerpo, historia y carne, las inferencias estadísticas serán todo lo que cuenta. Las estadísticas y otros datos importantes se derivarán principalmente de la computación. Como resultado de la confusión de conocimiento, tecnología y mercados, el desprecio se extenderá a cualquier persona que no tenga nada que vender.


La noción humanista y de la Ilustración del sujeto racional capaz de deliberación y elección será reemplazada por la del consumidor conscientemente deliberante y elector. Ya en construcción, triunfará un nuevo tipo humanidad. Este no será el individuo liberal que, no hace mucho tiempo atrás, creíamos que podría ser el tema de la democracia. El nuevo ser humano será constituido a través y dentro de las tecnologías digitales y los medios computacionales.


La era computacional –la era de Facebook, Instagram, Twitter– está dominada por la idea de que hay pizarras limpias en el inconsciente. Las formas de los nuevos medios no sólo han levantado la cubierta que las eras culturales previas habían puesto sobre el inconsciente, sino que se han convertido en las nuevas infraestructuras del inconsciente. Ayer, la socialidad humana consistía en mantener los límites sobre el inconsciente. Pues producir lo social significaba ejercer vigilancia sobre nosotros mismos, o delegar a autoridades específicas el derecho a hacer cumplir tal vigilancia. A esto se le llamaba represión. La principal función de la represión era establecer las condiciones para la sublimación. No todos los deseos pueden ser cumplidos. No todo puede ser dicho o hecho. La capacidad de limitarse a sí mismo era la esencia de la propia libertad y de la libertad de todos. En parte gracias a las formas de los nuevos medios y a la era post-represiva que han desencadenado, el inconsciente puede ahora vagar libremente. La sublimación ya no es necesaria. El lenguaje se ha dislocado. El contenido está en la forma y la forma está más allá, o excediendo el contenido. Ahora se nos hace creer que la mediación ya no es necesaria.


Esto explica la creciente posición anti-humanista que ahora va de la mano con un desprecio general por la democracia. Llamar a esta fase de nuestra historia fascista podría ser engañoso, a menos que por fascismo nos refiramos a la normalización de un estado social de la guerra. Tal estado sería en sí mismo una paradoja, pues en todo caso la guerra conduce a la disolución de lo social. Y sin embargo, bajo las condiciones del capitalismo neoliberal, la política se convertirá en una guerra apenas sublimada. Esta será una guerra de clases que niega su propia naturaleza: una guerra contra los pobres, una guerra racial contra las minorías, una guerra de género contra las mujeres, una guerra religiosa contra los musulmanes, una guerra contra los discapacitados.


El capitalismo neoliberal ha dejado en su estela una multitud de sujetos destruidos, muchos de los cuales están profundamente convencidos de que su futuro inmediato será una exposición continua a la violencia y a la amenaza existencial. Ellos desean genuinamente un retorno a cierto sentido de certeza –lo sagrado, la jerarquía, la religión y la tradición. Ellos creen que las naciones se han convertido en algo así como pantanos que necesitan ser drenados y que el mundo tal como es debe ser llevado a su fin. Para que esto suceda, todo debe ser limpiado. Están convencidos de que sólo pueden salvarse en una lucha violenta para restaurar su masculinidad, cuya pérdida atribuyen a los más débiles entre ellos, los débiles en que no quieren convertirse.


En este contexto, los emprendedores políticos más exitosos serán aquellos que hablen de manera convincente a los perdedores, a los hombres y mujeres destruidos por la globalización, y a sus identidades arruinadas.


La política se convertirá en la lucha callejera, la razón no importará. Tampoco los hechos. La política se revertirá a un asunto de supervivencia brutal en un ambiente ultracompetitivo.


En estas condiciones, el futuro de la política de masas de izquierda, progresista y orientada hacia el futuro, es muy incierto. En un mundo centrado en la objetivación de todos y de todo ser viviente en nombre del lucro, la borradura de lo político por el capital es la amenaza real. La transformación de lo político en negocio plantea el riesgo de la eliminación de la posibilidad misma de la política. Si la civilización puede dar lugar a alguna forma de vida política, tal es el problema del siglo XXI.


Por Achille Mbembe en Mail & Guardian

Traducción del inglés al español: Gonzalo Díaz Letelier.

miércoles, 4 de enero de 2017

Decálogo feminista para hombres cis* o decálogo para hombres cis que realmente quieren la igualdad

Solo hace falta abrir un poco los ojos y mirar el mundo que nos rodea con un poco de perspectiva feminista o de género, para rápidamente confirmar que vivimos en un mundo aún profundamente desigual y en el que se ejerce violencia de forma sistemática contra las mujeres, las minorías sexuales y de género. No aburriré con datos ya de sobra conocidos, y si no se conocen, de fácil acceso (salarios desiguales, división sexual del trabajo, quién concilia vida laboral y doméstica, techo de cristal, etc.) o con cifras que, a pesar de su dureza escalofriante y supongo que debido a su cotidianidad, parecen provocar una lacerante insensibilidad e inmovilismo en amplios sectores de la sociedad, sobre todo entre los hombres cis (véanse feminicidios, agresiones sexuales, asesinato de niñas y niños como agresión a sus madres, trata con fines de explotación sexual, violaciones como arma de guerra, mutilación genital femenina, etc.).

Sin embargo, sí es necesario hacer un pequeño esfuerzo para ver que, desde hace ya algún tiempo, se viene poniendo en cuestión la suficiencia de tener un discurso proigualdad, llevar a cabo ciertas actividades domésticas o de cuidados o incluso desear la igualdad, para realmente estar aportando algo por conseguirla. Y he aquí la pregunta que motiva este decálogo, ¿son suficientes el acercamiento por parte de los hombres cis a espacios, actividades y responsabilidades tradicionalmente feminizadas y la afirmación de un discurso proigualdad como formas de acción contra la desigualdad de género?

Mucho me temo que no.

Muchas y muchos estaremos de acuerdo en que la raíz de la desigualdad de género es la ideología machista, cuyo fin último es la dominación y sumisión de las mujeres y las minorías sexuales o de género, con el fin de perpetuar la relación de poder de los hombres sobre estas. Esto puede parecer un simplismo o algo obvio, pero no lo es tanto si lo transformamos en preguntas: ¿se pueden compartir los cuidados de hijos e hijas y seguir teniendo una relación desigual de poder? (cámbiese “los cuidados de hijos e hijas” por cualquier actividad o responsabilidad tradicionalmente feminizada) , ¿se puede afirmar que las mujeres deberían cobrar un mismo salario por el mismo trabajo y sin embargo seguir manteniendo relaciones desiguales de poder? (cámbiese “cobrar un mismo salario por el mismo trabajo” por cualquiera de las expresiones de las desigualdades de género).

Y atreviéndome a dar una paso más allá, pregunto ¿y qué pasa con la violencia machista? Evidentemente la mayoría de nosotros nos situaremos diametralmente en contra de los asesinatos de mujeres y niños/as y de las violaciones, abusos y agresiones sexuales, faltaría más. Pero llegados a este punto es importante advertir que la violencia, más que una categoría dicotómica (ejercer violencia-no ejercer violencia), es un continuo de conductas que transita desde “No ejercer ningún tipo de violencia” hasta el “asesinato de mujeres” como forma más extrema de la misma[1], pasando por el control, la invisibilización, el menosprecio, el aislamiento, el no aceptar un “no” por respuesta, el humor sexista, el no dejar espacios de opinión y/o desarrollo personal, las actitudes paternalistas o el chantaje emocional entre otras muchas formas de agresión. Como hombres cis tenemos que reflexionar sobre dónde nos situamos en este continuo y, por tanto, qué tipo de violencias podemos estar ejerciendo o haber ejercido en algún momento de nuestra vida.

Con el fin de poder situarnos adecuadamente en la lucha contra el machismo y sus violencias, y no alimentar consciente o inconscientemente la desigualdad de género, os propongo el siguiente decálogo:

Decálogo feminista para hombres cis
Renunciar al poder sobre las mujeres y las minorías sexuales o de género en cualquier contexto, de forma explícita, diciéndolo o gritándolo cuando sea necesario, o callándote y dando un paso atrás[2] cuando la situación lo requiera[3].
No ser ingenuo, no basta con que tú no te sientas un hombre cis, la sociedad patriarcal te identifica como tal y te confiere privilegios como tal. Renunciar a ellos no va a ser tan fácil.
Identificar, desenmascarar y luchar contra el sexismo, el machismo y la trans-lesbo-homofobia allí donde se produzcan.
Dejar de ejercer cualquier tipo de violencia machista y luchar contra ella y contra la cultura de la violación.
Poner el cuidado de la vida en el centro de todo lo que hagas.
No caer en la autocomplacencia. Somos el sujeto político en el que el patriarcado se encarna. Hacerse consciente de ello y el proceso de cambio son dolorosos, pero no somos víctimas del patriarcado al mismo nivel que las mujeres. Está en nuestras manos comenzar a expresar nuestros sentimientos, implicarnos en los cuidados o dejar de asumir conductas de riesgo, pero en las manos de las mujeres no está el dejar de ser minusvaloradas, violadas y asesinadas por hombres.
Asumir la responsabilidad del cambio hacia una sociedad más justa e igualitaria.
Cuestionar qué es ser hombre y qué es ser mujer, así como los roles y prácticas asociados, hasta que los límites y fronteras se borren y todas las personas podamos ser iguales y libres.
Reconocer a los feminismos como el marco teórico y la tradición de pensamiento y lucha política desde los que luchar contra el machismo y sus violencias.
Explicar todo esto a otros hombres cis (y a quien le pueda venir bien).

En definitiva, como hombres cis tenemos que transitar hacia espacios donde tradicionalmente no ha habido nadie o muy pocos hombres cis. Como ejemplo, John Stuart Mill[4] estableció una relación personal e intelectual de respeto, reconocimiento y admiración con Harriet Taylor y tras 20 años de relación nada convencional para la época que les tocó vivir, y para nada exenta de dificultades, renunció públicamente y por escrito a los derechos que el matrimonio en la Inglaterra de 1851 le otorgaba sobre su mujer. Y luego supongo que negociarían quien plancha o deja de planchar y quién hace las tareas con los/as niños/as. También escribieron diferentes ensayos sobre el matrimonio y el divorcio en los que reflexionaron sobre cómo vivir las relaciones de pareja de forma que estas no supongan el sometimiento de la mujer, sino un contrato entre iguales.

Con esto no quiero decir que haya unas tareas más elevadas que otras o que no sea crucial el compartir la responsabilidad en la realización de tareas tradicionalmente feminizadas. Lo que quiero decir es que no será hasta que los hombres cis, además de asumir responsabilidades y actividades tradicionalmente feminizadas, nos posicionemos real y públicamente fuera y frente a la ideología machista, nos dispongamos a desactivar constantemente todas las situaciones en las que de una u otra forma se nos confieren injustos privilegios y dejemos de ejercer cualquier tipo de violencia contra las mujeres y minorías sexuales o de género, cuando empecemos a avanzar efectivamente contra la desigualdad de género y sus violencias.

*El prefijo “cis” o el término “cissexual”, “cisgénero”, señala a una persona que está cómoda y de acuerdo con el sexo y el género asignados en el nacimiento. Para más información: http://glosario.pikaramagazine.com/glosario.php?lg=es&let=b&ter=biomujer-y-biohombre-cismujer-y-cishombre

[1] Luis Bonino, 2009. Hombres y violencia de género. Más allá de los maltratadores y de los factores de riesgo. Madrid: Ministerio de Igualdad.


[3] Identificar estas situaciones y qué se requiere de nuestra parte en cada una de ellas también es un acto por la igualdad, así que presta atención.


Nacho Álvarez Lucena en Pikara magazine