martes, 24 de mayo de 2016

Agamia, más allá del amor

Son muchas las razones por las que merece la pena someter al amor a un juicio serio e inclemente. Sin embargo, la mayoría de ellas necesitan, para ser reconocidas como tales, de cierta cooperación por parte del interlocutor. El amor está protegido por una corteza de dogmas de fe, flexible y resistente, que acaba agotando la moral de prácticamente cualquier proyecto de crítica.

Hay dos argumentos, sin embargo, cuya evidencia no puede pasar por alto forma alguna de sentido común.

El primero es que el amor, paradójicamente, es una caudalosa fuente de desamor. Llámesele odio, conflicto o distancia, el amor parece uno de esos productos raros y valiosos cuya importancia para el mercado normalizara una montaña de deshechos en su elaboración. Si los sopesamos llegaremos a la conclusión de que sólo para un mercado irreflexivo tiene razón de ser responder a esta demanda. Además del odio que regularmente acompaña a la relación misma de amor, debe hacerse balance del daño causado al resto de los lazos sociales. En la nómina de los damnificados habituales del amor aparece prácticamente el conjunto de las relaciones consideradas no amorosas, en tanto que se definen, precisamente, por diferencia con respecto a la pareja. El caso más evidente es el de las relaciones de pareja anteriores, cuya incompatibilidad es de todos sabida. Pero debemos pensar también en las posibles relaciones futuras que quedan descabezadas para no amenazar al amor. Junto con ellas, el resto de las relaciones consideradas no sexuales sufren una limitación que hemos aceptado como naturalísima, pero que resulta aberrante a todas luces si consideramos la distancia en cuanto a intimidad que existe entre la relación de pareja y la que ocupa la posición inmediatamente inferior.

En definitiva: más que relaciones de amor, lo que vivimos son deforestaciones afectivas en torno a una persona a la que consideramos pareja.

Sólo obviando el recuerdo de cada una de las barreras afectivas que hemos creado o encontrado para defender nuestra relación de pareja o para no perjudicar otras, podremos pensar que el amor es una dinámica afectiva cordial.

Pero si resultara insuficiente para someter al amor a reconsideración, dispondríamos aún de un hecho mucho más persuasivo, por ser mucho más inaceptable. El amor, lejos de ofrecerse a las personas de manera indistinta e igualitaria, establece una jerarquía arbitraria pero estricta que convierte a unos cuantos en privilegiados consumidores perpetuos de sus mieles, a muchos en famélicos obsesionados, que deben conformarse con lo mínimo para su subsistencia afectiva, y a demasiados en desterrados completos, apartados del más mínimo contacto con lo que parece unánimemente reconocido como la causa de felicidad más importante que conocemos.

Si miramos con valentía a nuestro alrededor veremos que el amor nos somete a una discriminación de clase transversal a la económica, rodeándonos de unos pocos privilegiados y de un gran número de desgraciados, avergonzados de su fracaso e, incluso, de su sufrimiento.

Que un mecanismo tan universal chirríe de esta manera, y que su chirrido resulte, a pesar de todo, inaudible para una parte mayoritaria de la sociedad, parece el cuadro sintomático de una patología muy concreta y muy conocida: el sistema.

Si el amor no nos funciona y, a pesar de ello, defendemos su prestigio y asumimos con alegría su opresión, es porque alguna otra función debe de estar desempeñando, seguramente mucho más importante.

No dispongo aquí de espacio suficiente para desarrollar mi tesis al respecto, de modo que sólo la indicaré: el amor es la ideología que permite al sistema persuadirnos para realizar el trabajo reproductivo en el tiempo que nos deja libre del trabajo productivo. Esta optimización de nuestra fuerza productiva sería difícilmente alcanzable sin una maquinaria demagógica que nos convenciera sistemáticamente de que lo mejor que todos y cada uno de nosotros podemos hacer con nuestra libertad es construir una familia. Al amor le importa muy poco cumplir con lo que nos promete a nosotros. Su cometido se origina en otro lugar, y lo lleva a cabo con ejemplar eficacia.

Los cambios socioculturales de las últimas décadas han obligado al amor a adaptarse. El ateísmo, el feminismo o la revolución sexual han forzado al amor a flexibilizar su discurso. Hoy es un junco dramáticamente inclinado que, sin embargo, nos sigue conduciendo, sorprendentemente, a la misma vieja raíz reproductiva y socialmente atomizadora.

Es esta raíz la que debe ser eliminada si queremos poner nuestras relaciones al servicio de nuestra felicidad, y no a nosotros al servicio de unas relaciones que, como hemos visto, beben de fuentes muy insanas.

Con este fin nace la agamia.

La agamia es un modelo de relación aparecido el 1 de enero de este año 2014. Su presupuesto principal, aquél que le da nombre, es la renuncia a establecer el “gamos”, o vínculo matrimonial que, en nuestra cultura, recibe un sinnúmero de nombres englobables todos bajo la categoría de “pareja”.

Así, la agamia sería el libre crecimiento del conjunto de las relaciones sociales del individuo, una vez que éstas no son coartadas por la relación de pareja. La agamia entiende la vida socio-afectiva del individuo como un entramado que va creciendo e intensificándose a lo largo de su existencia, estableciendo lazos cada vez más ricos y sólidos con el entorno.

Factor clave constituyen las relaciones sexuales, que son para las parejas “gámicas” el sacramento fundacional. La pareja queda establecida por la relación sexual misma. Tras ella podrá empezar a utilizarse el lenguaje del amor. Tras ella se habrá firmado un contrato consuetudinario que cualquiera de los miembros de la pareja podrá reivindicar en su camino hacia la formación de una familia. Vivimos el sexo como un símbolo del plan familiar o de cualquiera de sus sublimaciones contemporáneas.

La agamia libera al sexo de esta función sagrada y lo devuelve al uso cotidiano, reintegrado con el resto de las actividades y diversificado libremente según el criterio personal. Lejos de trivializar el sexo, la agamia trascendentaliza las relaciones, cuya importancia no depende ya de su componente sexual. El amor sexualizaba nuestras relaciones, confundiendo y frustrando con ello nuestra vida afectiva y sexual. Para la agamia “relacionarse es relacionarse”, es decir, no un sinónimo de sexo.

Pero en una cultura cuyo ámbito privado está dominado sin resquicios por la ideología del amor, un modelo alternativo de relaciones se enfrenta con una importante cantidad de aparentes paradojas cuya resolución le conviene manejar con soltura.

A este fin se especifican para la agamia ocho presupuestos ideológicos, que son también líneas de reflexión, desarrollo y experimentación, y que pueden enunciarse así:

-Renuncia al amor.

La agamia entiende el amor como un subsistema ideológico que sirve a los intereses patriarcales y de clase. Tras su promesa de felicidad, espera la esclavitud psíquica y social.

-Reivindicación de la razón.

El dogma transversal utilizado en toda democracia que se desea convertir en sociedad de la desinformación es la sustitución de la razón consciente por la intuición, que acaba siendo pura voluntad sensual. Recuperar la razón es recuperar la libertad. La agamia devuelve el corazón a la caja torácica y pone al cerebro al volante.

-Reivindicación de las relaciones éticas.

“En el amor como en la guerra” no debería ser un aforismo que nos liberara de responsabilidad, sino el que nos abriera los ojos sobre la depravación moral del amor. Desde el momento en que el amor empieza a asumir responsabilidades al nivel de cualquier otra forma de relación social, deja de ser amor.

-Abolición del género.

Aunque sea un concepto profundamente desprestigiado, poco importa si mujeres y hombres presentamos diferencias sustanciales. Lo único que verdaderamente nos concierne es que las diferencias, sustanciales o no hoy, deben dejar de serlo. El género o el sexo son categorías tan triviales que dan absolutamente igual.

-Sustitución de la sexualidad por el erotismo.

La sexualidad es esclava de la reproducción, de la expresión de afecto, de la fusión espiritual y, sobre todo, de la objetualización posesiva. Soltemos todo este lastre y, si algo queda, veamos en qué consiste.

-Sustitución de los celos por la indignación.

Los celos son la cárcel del amor. Sin encontrar escapatoria, cualquier paso es imposible. Sobreponerse por la fuerza es algo que sólo puede lograrse en situaciones de privilegio. Sólo entendiendo cuándo nuestra indignación es justa y cuándo es injusta, podremos transformar una emoción ineficaz en una importante herramienta de socialización.

-Redefinición de la belleza según criterios libres y justos.

No es cierto que los criterios de belleza sean imposiciones naturales, como no es cierto que el oro sea más hermoso que el cobre. Determinamos nuestro gusto según funcionalidades que manejamos de modo consciente o inconsciente. Si nos hacemos cargo de ella, veremos como algo hermoso lo que es bueno, precisamente porque es bueno.

-Sustitución de la familia por la agrupación libre.

El más mezquino de los argumentos a favor del amor es que no hay otro medio que la pareja tradicional para lograr compañías estables y pactos de crianza. Las figuras “madre” y “padre” son arbitrarias y generalizables bajo la categoría de “tutor” o “tutores”, y éstos pueden ser quienes quiera que se comprometan a satisfacer las necesidades de los hijos. En cuanto a la compañía, de cara al final de la vida, hay que recordar que al menos uno de cada dos monógamos muere viudo y solo.



La agamia no es una utopía: ante todo es una declaración ideológica. Ser ágam@ no implica ejercer de ágam@, porque el trato con otr@s y con nuestro propio contexto establecerá límites. Pero la comprensión de esos límites, así como la extensión del consenso alrededor de los principios de la agamia, hará accesible su superación. A diferencia de la adhesión a una ideología política utópica, la agamia no se vive a la espera de una gran transformación, sino construyendo cotidianamente esa transformación en torno nuestro.

Ser ágam@ es ir desarrollando las ideas, herramientas y relaciones que acercan la vida a una vida ágama. Es entender que la eliminación de los lazos amorosos nos permite construir otros más coherentes, integradores y estables; que era precisamente dentro del amor, y no fuera de él, donde estábamos solos.

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