viernes, 11 de marzo de 2016

El valor del juego: cómo afrontan las niñas y niños los retos vitales

El potentísimo impulso que sienten los niños por jugar no responde a una necesidad de “esparcimiento” ni de “diversión”. Responde a un propósito mucho más importante. Responde a su necesidad de sobrevivir. A lo largo de la historia y la prehistoria humanas, el juego ha sido la principal forma en que los niños y niñas han adquirido las destrezas, los valores, y los conocimientos que necesitaban para sobrevivir en el seno de su cultura. Los niños no juegan para evadirse de la vida real: juegan a la vida real. Al hacerlo, logran hacer frente a esas realidades física, intelectual y emocionalmente.
En artículos anteriores de mi blog he descrito cómo el juego ejercita y construye la capacidad de los niños para el lenguaje, el razonamiento, la motricidad, la capacidad para construir, y para relacionarse con otros (véase en especial el post del 1 de octubre de 2008). Allí he hablado del juego desde una visión que no contradice las imágenes felices que tenemos de los niños inmersos en actividades de juego que nos resultan gratas, y en entornos saludables. Pero el juego no es adaptativo solamente en entornos saludables. El juego también ayuda a los niños a afrontar y gestionar emocionalmente los horrores de su mundo y del nuestro, dondequiera que esos horrores se producen.
Nos gustaría pensar que los niños son absolutamente dulces e inocentes. En un mundo ideal, en donde los adultos fueran absolutamente dulces e inocentes, los niños podrían serlo también. Pero el mundo no es ideal, y los niños que crecen protegidos de las realidades del entorno en que antes o después habrán de desenvolverse estarán poco equipados para ese entorno. No debería sorprendernos que los niños se defiendan del abrazo protector de los adultos bienintencionados, que luchen contra las restricciones con que se pretende encerrarlos en zonas infantiles idílicas, y que se aventuren, como y cuando pueden, a experimentar el mundo real que les rodea y a incorporarlo en su juego. Son los niños, y no nosotros, quienes saben lo que es mejor para ellos.


La evidencia más dramática que conozco en relación con el impulso infantil de reencontrarse incluso con los mayores horrores de su entorno a través del juego se encuentra en un libro asombroso de George Eisen publicado hace veinte años y titulado Children and Play in the Holocaust1. Aquí aparecen dos conceptos que se encuentran en los dos polos del espectro emocional de cualquier persona: el Holocausto nazi y el juego infantil. Es impactante ver ambos uno al lado del otro en el título de Eisen. Y sin embargo, como explica Eisen a lo largo del libro, los niños internados en los campos de concentración nazis y en los guetos jugaban, por muy brevemente que fuera, hasta que eran asesinados. Jugaban, no porque fueran indiferentes a los horrores que les rodeaban, ni para negar esos horrores o desviar su atención de ellos. Jugaban de un modo que les ayudaba a comprender, afrontar, y, en la medida de lo posible, gestionar de manera efectiva esos horrores. La evidencia que Eisen cita procede de diarios y entrevistas con los supervivientes.


En los guetos, que eran el primer paso antes de ser enviados a hacer trabajo forzados y a los campos de exterminio, los adultos trataban de preservar para sus hijos alguna semblanza del juego inocente que habían conocido antes; pero los propios niños, por su cuenta, jugaban juegos que tenían sentido dentro de su entorno. Jugaban juegos de guerra, de “explotar búnkers”, de “masacrar”, de “robar la ropa de los muertos”, y juegos de resistencia. En Vilna, los niños judíos jugaban a “judíos y agentes de la Gestapo”, un juego en el que los judíos vencían a sus torturadores y los golpeaban con sus propios rifles (palos).

Incluso en los campos de exterminio, los niños que aún tenían salud suficiente para moverse, jugaban. En un campo jugaban a “hacer cosquillas al cadáver”. En Auschwitz-Birkenau se retaban unos a otros a tocar la valla electrificada. Jugaban a la “cámara de gas”, un juego en que arrojaban rocas a un hoyo mientras gritaban como si fueran personas agonizando. Se inventaron un juego llamado “klepsi-klepsi”, una forma de llamar al robo, que se inspiraba en el procedimiento de pasar lista que cada día observaban en los campos. Un jugador tenía los ojos vendados; entonces uno de los otros se adelantaba y le golpeaba fuerte en la cara, y después, con la venda quitada, el que había recibido el golpe tenía que adivinar, por la expresión facial y otros gestos, quién le había golpeado. Para sobrevivir en Auschwitz había que ser un experto en mentir -por ejemplo para robar pan o cuando se conocían los planes de alguien para escapar o participar en la resistencia- sin delatarse a uno mismo. Klepsi-klepsi parecía ser un buen entrenamiento para esas habilidades.


Cuando juegan -ya sea al juego amable que nos gusta imaginar o al tipo de juegos que describe Eisen- los niños incorporan la realidad de su mundo a un contexto ficticio, en el que resulta seguro mirar cara a cara a esas realidades, afrontarlas, experimentarlas, y practicar formas de gestionarlas. Hay quien piensa que los juegos violentos crean adultos violentos; pero en realidad es a la inversa. La violencia del mundo de los adultos lleva a los niños, como es apropiado, a jugar violentamente. ¿De qué otra forma podrían prepararse emocional, intelectual y físicamente para enfrentarse a la realidad? Es un error pensar que de algún modo podemos cambiar el mundo, en el futuro, controlando el juego de los niños y controlando lo que aprenden. Si queremos cambiar el mundo, tenemos que cambiar el mundo mismo, y los niños nos seguirán. Los niños deben prepararse, y se prepararán sin duda, para el mundo real en el que han de esforzarse por sobrevivir. Tratemos de hacer ese mundo, desde la realidad y no desde la farsa, tan feliz como nos sea posible.


El artículo original fue publicado en la revista online Psychology Today.Tradución de Diana de Horna

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